Capítulo 3

3

Del terror a la resistencia

Yo pienso que los que trabajamos en las Abuelas la pasamos mejor que los otros que se quedaron en su casa. Aquí hay muchas personas que terminaron en un hospicio o que terminaron alcohólicas o que se suicidaron, muchos padres y madres. […] Silvina desapareció a las seis y media de la tarde, yo a las siete estaba en la policía. […] Todos los días salía a hacer algo. […] Uno también se hace camino al andar, no hay nada que supimos, sino que lo fuimos haciendo.

Sonia Torres

Durante la década del setenta, a medida que crecía la inestabilidad política, se recordaba a las mujeres argentinas, con más fuerza que nunca, que su papel primordial estaba en la casa y que, como esposas y madres, su función consistía en consolidar la conformidad y la obediencia al estado. El gobierno de Isabel Perón había tomado una serie de medidas que reforzaban la posición subordinada de las mujeres en la familia. La misma presidente había vetado la “patria potestad”,* una ley que habría dado a ambos padres los mismos derechos legales sobre sus hijos.1

Una vez instalada la dictadura, las revistas femeninas populares lanzaron lo que equivalía a una campaña psicológica orientada a desacreditar las organizaciones de derechos humanos y  ganar el apoyo de las mujeres para las políticas económicas y sociales del régimen. Los artículos que denunciaban la infiltración “marxista” en la escuela las llamaban a convertirse en los perros guardianes contra las ideologías “foráneas”. Una autora, por ejemplo, mientras ensalzaba a los generales Videla y Viola y al ministro de economía Martínez de Hoz, exhortaba a las mujeres a apoyar al régimen. Así lo proclamaba: “Porque de las mujeres depende como de nadie el destino del país. En nuestras manos está nada más y nada menos que la educación de los hijos. Es nuestra lucha, nuestro ejemplo, nuestro interés por las cosas del país los que los ayudarán a crecer y formarse. […] Nuestro deber es participar”.2 En otro caso bien conocido, una de las principales revistas femeninas (Para Ti) publicó una entrevista a Thelma Dorothy Jara de Cabezas, madre de un joven desaparecido, en la que ésta denunciaba a las organizaciones de derechos humanos que la habían “usado”. Advertía a otras madres que debían vigilar a sus hijos para que no se convirtieran en idiotas útiles de los “subversivos”. Más tarde se reveló que la “entrevista” se había realizado mientras la mujer estaba detenida y era torturada en la esma; nunca había hecho las declaraciones que se le atribuían. Era evidente que los editores de la revista femenina estaban directamente vinculados con las fuerzas represivas y eran sus cómplices.3

Finalmente, la desaparición de sus seres queridos galvanizó a muchas mujeres y las impulsó a la acción política, lo que condujo a algunas a cuestionar las pautas tradicionales de dominación y sometimiento de la sociedad argentina. Las Madres de Plaza de Mayo desafiaron a la dictadura y transformaron su aflicción personal en activismo político. Los esfuerzos del régimen por procurarse un dócil acatamiento resultaron un tiro por la culata, ya que las mujeres se unieron y extendieron el amor que sentían por sus propios hijos a todos los oprimidos y perseguidos. Con esa actitud, las Madres creaban una nueva forma de participación política, al margen de las estructuras partidarias tradicionales y fundada en los valores del amor y la solicitud. La maternidad les permitía construir un lazo y dar forma a un movimiento sin hombres.4

De manera similar, las Abuelas, muchas de las cuales comenzaron a activar como integrantes de las Madres, se apartaron de sus roles tradicionales, negándose a ser víctimas silenciosas. Con ingenio y perseverancia, buscaron a sus nietos desaparecidos, a quienes esperaban que la dictadura hubiera mantenido con vida. Su protesta tenía un enfoque claro y pragmático: querían encontrar a los niños, devolverlos a sus familias legítimas y castigar a los responsables de los crímenes cometidos. Aunque las Abuelas siempre afirmaron que su trabajo era “para dos generaciones” —tanto sus hijos como sus nietos—, su energía creativa encontró su cauce principal en la búsqueda, la identificación y la restitución de sus nietos. En su mayoría eran amas de casa y madres, y sus antecedentes y experiencias eran muy variados. Algunas trabajaban en ocupaciones típicamente femeninas, como la docencia y la asistencia social. La Abuela Elena Santander las describe como un grupo de “mujeres comunes, como todas […] Somos todas diferentes, venimos de familias diferentes y creo que si no hubiera pasado esto, nunca nos habríamos conocido”. Sin interés en impugnar el sistema de géneros y la división sexual del trabajo, las Abuelas estaban comprometidas con la preservación de la vida; y exigían, como mujeres “tradicionales”, el derecho a garantizar la supervivencia de sus familias.5

Enfrentar los sentimientos de indefensión que se derivaban naturalmente de los horrores que habían soportado representaba un enorme desafío. Como mujeres maduras y de mucha edad, un grupo habitualmente desvalorizado en la sociedad argentina, encontraron poco apoyo y aún menos interés en el público en general. Pero en vez de sentirse abrumadas y paralizadas por los trágicos acontecimientos que habían golpeado a sus familias y de retraerse en su dolor privado, las Abuelas se tendieron las manos unas a otras. Contra todos los pronósticos, se organizaron y lograron reinstaurar en sus vidas y en la comunidad en general una noción de lo que significan el sentido y la justicia. En su desafío a la historia oficial, las Abuelas apelaron al recuerdo de sus hijos y se sostuvieron mutuamente para superar el miedo. El éxito que representó conseguir hallar a algunos de sus nietos les dio esperanza, y el respaldo de otros grupos fortaleció su sensación de poder. Su coraje, la claridad de su pensamiento y las ideas sobre sus propios procesos de transformación las ayudaron a resistir a la dictadura e inspiraron a muchos otros a seguir su ejemplo. Hacia 1983, la percepción que el público en general tenía de ellas había cambiado radicalmente; ahora sumamente respetado, el grupo era a menudo honrado y ovacionado cuando aparecía en acontecimientos públicos.

Frente al terror

La Abuela Nya Quesada recuerda:

Miedo y pavor, esto era una cosa tan tremenda… Hubiéramos tenido que salir todos. […] Si hubiéramos salido todos quizás hubiera cambiado el panorama. […] Sabrás lo de “La noche de los lápices”,* es de espanto. […] Eran chicos de La Plata, de esa localidad que querían el pasaje mínimo para el secundario. […] Tendrían 14, 15, 16 años. […] Entonces cuando lo fueron a pedir los metieron a todos, a todos adentro… se los llevaron, los trataron como terroristas… uno solo pudo salir. […] Por eso el pavor cundía en La Plata, ¿cómo no iba a tener miedo la demás gente? […] Nadie podía hacer nada de nada. 6

El terror que generaban las desapariciones no tenía comparación con nada que la población hubiese experimentado hasta entonces. La equiparación de la disidencia con la subversión había sido extraordinariamente eficaz para silenciar aun a los críticos más moderados del régimen. Por algo será* era una expresión corriente usada cuando la gente se enteraba de las desapariciones. Muchos se enfrentaron a la angustia retirándose a sus mundos privados y su fuero interno. Al aislarse unos de otros, sus vidas quedaban bajo el control del terror, que influía en cada pensamiento, cada acción y cada sentimiento.

Un sociólogo, Guillermo O’Donnell, ha bautizado “cultura del miedo” la tensión de vivir con la constante experiencia de abusos contra los derechos humanos.7 Las Abuelas se enfrentaron de muy diferentes maneras a ese miedo que impregnaba la vida cotidiana. Elsa Sánchez de Oesterheld, cuya familia fue íntegramente destruida por la dictadura, sólo se preocupaba por su nieto sobreviviente, Martín:

Con lo que respecta a mí en lo individual, en lo personal, nunca sentí miedo, jamás. Porque hay una razón bastante lógica: a mí ya me daba lo mismo vivir que morir. Te imaginás, con lo que yo llevaba arriba. Yo, es más, pensaba que estaba condenada, que en cualquier momento detrás de cualquier árbol, detrás de cada lugar, alguien me iba a secuestrar o pegarme cuatro tiros. Eso lo tenía clarísimo, pero jamás sentí miedo. […] Los miedos que no puedo superar, es el miedo a que le pase algo a Martín, eso no lo puedo superar. […] Cuando no sé dónde está y tarda, no puedo evitar el miedo, algo que le pueda pasar, el miedo que lo lleven preso. […] Ésa es la única cosa que me quedó como producto de tanto terror que viví.8

Cuando los militares llegaron a la casa de Berta Schubaroff en busca de su hijo y le exigieron a punta de pistola que les dijera dónde estaba, ella se dio cuenta de que su miedo a la muerte se había desvanecido:

En ese momento contesté una pregunta que me había hecho toda la vida y que me daba mucha vergüenza… ¿vos darías la vida por tu hijo? […] A mí me venía terror y me escapaba a la pregunta que me hacía yo misma. […] Porque le tengo mucho terror a la muerte […] me escapaba a esa pregunta, ahí me la contesté. […] Nadie me va a sacar de acá dentro donde está mi hijo […] y ya me vino como una alegría, de acá no me va a sacar nadie, que me maten.9

Elena Santander describe las idas y venidas del miedo: “Yo me puse tan mal que vine y rompí el cuaderno que tenemos con la dirección de todas nosotras, de la familia. […] Les digo: ‘No quiero ni saber de ustedes ni de nadie de acá, que no me molesten más’, porque era pavor que tenía. […] Pero después se me pasó. A los dos, tres días, ya estaba acá otra vez y se pasó todo”.

Entre quienes pagaron un alto precio está Raquel Marizcurrena, ya que sus familiares se entregaron por completo al miedo: “Después que desaparecieron los chicos nunca más nos hablaron, mis seis hermanas y mi hermano. […] Hace 17 años que no veo a ninguno de mi familia. […] Estaban aterrados, que les iba a pasar lo que le pasó a mi hijo”.10

Haydée Lemos recuerda una sensación generalizada de temor. Quemar los libros de su hija la ayudó a liberar parte de la angustia:

Yo, como muchos, quemé libros. […] Nos dijeron que eran subversivos. Quemar un libro era fulero, feo. […] Yo los hojeaba y no los quería quemar, cuando los veía decía “pero yo los tengo que leer”. […] Pero no podía, porque no sabía en qué momento la policía podía entrar en mi casa. Cuando vino la democracia, volví a comprar algunos. […] Uno era Las venas abiertas de América Latina, de Galeano. Y fue uno que pude leer y que más me abrió los ojos, más todavía…11

Otilia Argañaraz, una Abuela con actividad en la provincia de Córdoba, señala que una de las mejores maneras de manejar el miedo era hacerle frente:

Yo no puedo decir que no he tenido miedo, el miedo es humano, yo creo, pero la suerte que hemos tenido es que no nos hemos quedado a llorar bajo la cama, a escondernos con el miedo, sino que salimos a enfrentar eso y a luchar. […] Tenemos en contra la Iglesia, el arzobispo de Córdoba es un reaccionario, una vez nos cerró las puertas, salíamos desesperadas de la cárcel donde estaban llevándonos los hijos y nos cerró la puerta en la cara, nos cerró la puerta del arzobispado. Ahora ya estamos todos identificados, así que a esta altura, aunque hubiera miedo…12

Pero enfrentar el miedo no significa ponerle fin. Rosa Roisinblit reconoce que todavía es una presencia en su vida:

Al principio tenía mucho miedo.[…]  Cuando yo ingresé aquí, a las Abuelas de Plaza de Mayo, nos escondíamos, nos encontrábamos en confiterías. […] En la época que había amenazas telefónicas, que nos van a poner una bomba, que nos van a reventar, claro que teníamos miedo. […] Cuando salía de viaje no sabía si a la vuelta me iban a dejar entrar o si me iban a agarrar. […] Muchas veces pienso si algún día todavía no me va a pasar algo. Uno supera el miedo, aunque no se haya ido del todo. Pero el amor que uno siente por un hijo, el amor que uno siente por un nieto, la necesidad que uno siente de hacer algo, de trabajar para conseguir algo, es superior al miedo.13

La impugnación de la historia oficial

Cuando las Abuelas preguntaban a las autoridades cuál había sido la suerte de sus hijos y nietos, se topaban con la negativa, las evasivas y la mentira lisa y llana. El conocimiento que tenían de sus hijos, sus propias fuentes de información y sus experiencias personales les decían que algo andaba mal.

Ignacio Martín-Baró, un psicólogo y jesuita radicalizado que fue asesinado en El Salvador en 1989 por su compromiso con los pobres, describía así la “historia oficial” que producen los regímenes autoritarios:

El objetivo es, sobre todo, crear una versión oficial de los hechos, una “historia oficial” que ignora algunos aspectos decisivos de la realidad, distorsiona otros e incluso falsifica o inventa otros más. Esta historia oficial se impone por medio de un despliegue intenso y extremadamente agresivo de propaganda, respaldada inclusive por todo el peso de los más altos cargos oficiales. […] Cuando, por cualquier razón, salen a la luz hechos que contradicen directamente la “historia oficial”, se los “acordona”. […] Las declaraciones públicas sobre la realidad nacional, la denuncia de violaciones de los derechos humanos y, sobre todo, el desenmascaramiento de la historia oficial, de la mentira institucionalizada, son considerados actividades “subversivas” —y lo son, en la medida en que subvierten el orden de la mentira establecida—.14

Cuando las fuerzas armadas tomaron el poder en 1976, en un principio hubo en la Argentina una sensación general de alivio. Los medios de comunicación, los partidos políticos y los intereses empresarios pintaron un panorama rosa, y muchos creyeron que la estabilidad política y el bienestar económico estaban a la vuelta de la esquina. Pero Estela de Carlotto rechazó el cambio institucional y las fantasías de progreso y orden que prometía. Cuando una de sus amigas la llamó para celebrar el golpe, le contestó francamente: “Y yo le dije, ‘no’, de ninguna manera, vamos a llorar mucho esto, esto es una ocupación ilegal, desalojan a un gobierno constitucional, esto no es para brindar, esto es triste, esto es terrible, van a venir tiempos muy duros”.15 Luego de la desaparición de su hija Laura en 1977, Estela la buscó en vano durante varios meses. Cuando la policía la citó para que identificara su cuerpo y le dijeron que había muerto en un enfrentamiento armado, no les creyó: los acusó de asesinarla a sangre fría. Los hechos demostrarían que tenía razón. En 1985, el Equipo Argentino de Antropología Forense estableció que la muerte de Laura había sido producto de una ejecución, luego de haber permanecido en cautiverio durante varios meses.16

Los tres hijos de Antonia Acuña de Segarra desaparecieron en 1978. Tras su conmoción inicial, se puso en contacto con un abogado para presentar un recurso de habeas corpus. El abogado le sugirió que esperara antes de hacer algo, ya que podía ser que sus hijos simplemente se hubieran ido sin avisarle:

Me voy a mi casa pero era imposible estar, de todas maneras era tal el aturdimiento que tenía que no sabía para dónde disparar; al final dije “esto no puede ser, tengo que salir a buscar”, porque había dos caminos, o matarte o salir a la calle a buscar. […] Seguí haciendo los habeas corpus que no les llevaban el apunte. […] Esto sucedió en pleno Mundial, en el ’78, donde mostrábamos al mundo que en Argentina no pasaba nada, éramos todos felices. En el ’78 hubo muchísima gente que desapareció, así como desaparecieron mis tres hijos y los dos bebés por nacer.17

Cuando su cuñado, un policía, le decía reiteradamente a Elsa Pavón de Aguilar que no podría encontrar a su nieta, ella se negaba resueltamente a creerle: “Él decía: ‘No la va a encontrar a la nena, nunca, no la busque. Y si la encuentra, la va a encontrar con el jefe del operativo que no se la va a dar’. Le dije que no, que la voy a seguir buscando y el día que la encuentre se la voy a traer, para que vea”.18 Y efectivamente encontró a su nieta (véase el capítulo 4).

Raquel Marizcurrena recuerda su reacción inmediata cuando se llevaron a su hijo y su nuera embarazada:

Mi hijo cumplía años el 11 de octubre. […] Fuimos a cenar a su casa y preparamos todo para la fiesta. A las 11 de la noche, cuando ya habíamos terminado de cenar, ya habíamos cortado la torta y todo, empezamos a jugar a la lotería. Tocan el timbre, es la policía. Entran seis hombres y dicen que vienen a buscar unos libros. […] Los chicos agarraron una caja con libros que dejó un amigo y se la mostraron. Entonces, les dicen: “Nos tienen que acompañar para un careo”. […] Que volvían en una hora. […] Yo lloraba a gritos y los otros me dicen: “¿Pero por qué llorás?” Les dije: “Porque ya sé que no van a volver. Ustedes no saben nada, ustedes no leen los diarios. Yo sí. Vas a ver ⎯les digo⎯, no vuelven”.

Las Abuelas también cuestionaron directa y públicamente la historia oficial. Berta Schubaroff describe un episodio:

Durante cinco años yo tuve un puesto en el Parque Centenario todos los domingos. […] Hice un panel grande, pegué las fotografías que tenemos acá de todas las mujeres embarazadas y las fotografías de los bebés desaparecidos, vendí los libros, revistas, todo el material de Abuelas. […] Una señora vino a provocar, yo traté de explicarle: “Mire, usted tiene una hijita ⎯tenía una hijita en un carrito⎯, viene uno y le saca a su nena y se la lleva, y usted se da vuelta y no está más su nena, ¿a usted qué le pasaría? Piénselo, señora”. […] Dice “a mí eso no me pasa”. […] Le digo “sí, esas cosas pasan”… bueno, empezó a insultarme, que cómo teníamos el coraje de sacar los chicos de donde se habían criado. […] Yo tenía una botella de Coca Cola y se la tiré y reventó ahí a los pies de ella. […] Los artesanos venían corriendo a ver qué pasaba.

En Powers of the Weak, Elizabeth Janeway sugiere que los “impotentes” cuentan con ciertos recursos a su alcance si tienen el valor de usarlos. Uno de los poderes decisivos a los que se refiere es el de la incredulidad, negarse a aceptar las versiones dominantes, oficiales, de la realidad:

Dudemos, no demos por sentado lo que los poderosos dicen sobre los hechos, su causalidad, su significado y su importancia. […] La incredulidad, entonces, indica algo que los poderosos temen, y por leve que pueda parecer, no debemos subestimar su fuerza. De hecho, se trata del primer signo de que los gobernados dejan de aceptar la autoridad sancionada de sus gobernantes, el primer desafío a la legitimidad.19

Las Abuelas tuvieron el valor y la fortaleza de creer en su propia realidad y definirla, en momentos en que la confusión y el miedo eran preponderantes. De ese modo mantuvieron viva la esperanza necesaria para proseguir con su trabajo. Nutridas por la ira que sentían ante los crímenes cometidos contra ellas y dotadas con el poder de la incredulidad, pudieron mantenerse firmes y unirse unas a otras para emprender su búsqueda. Y cuando las historias sobre el régimen empezaron a confirmarse y los niños desaparecidos comenzaron a ser localizados, quedaron reivindicadas su perspicacia, sus sospechas y su desconfianza hacia la “historia oficial”.

Juntarse 

Como señala Janeway, la desconfianza hacia quienes están en el poder es un primer paso necesario; pero otras personas que compartan nuestras dudas deben guiarse por él y ratificarlo. Una vez que se inicia este proceso, cuando empiezan a constituirse lazos entre quienes no creen, surge un terreno fértil para el crecimiento de un movimiento. Cuando las Abuelas comenzaron a conectarse y a construir un nuevo marco de creencia, la confianza en sí mismas y la que sentían unas por otras se incrementaron. Esto contribuyó a hacer posible el surgimiento del activismo. Aunque algunas de las Abuelas provenían de familias con un interés activo en la política, ellas mismas, con pocas excepciones, nunca habían participado en ningún tipo de acción pública. Alzar la voz, exigir que los funcionarios gubernamentales rindieran cuentas y unirse a otros en marchas y protestas eran nuevas actitudes que llegaron a parecer rutinarias a medida que acumulaban fuerza e inspiración en su interacción recíproca.

Berta Schubaroff recuerda el torrente de emoción positiva que sintió al conocer a las Abuelas:

Estuve con las Madres hasta que me fui a España en 1979. […] Cuando volví de España, un día llovía, lloviznaba, estaba muy muy oscuro y yo empecé a caminar por la calle, el cielo lloraba y yo lloraba también. […] Me sentía muy sola porque yo había estado cinco años en España, en una de ésas saqué la libreta mía donde tenía anotado Abuelas de Plaza de Mayo y digo acá voy, allá voy, me tomé el colectivo y fui a la casa de las Abuelas. […] Cuando se abrió la puerta del departamento donde estaban las Abuelas se prendió la luz […] el pasillo estaba oscuro, el ascensor, el pasillo muy oscuro y cuando se abre la puerta aparece mucha luz, un lugar muy iluminado, con muchas voces y muchas mujeres polentonas, yo entré allí, es como si se prendiera la luz o saliera el sol […] enseguida me atendieron, me sirvieron un té, me trajeron masitas, me empezaron a hablar, me empezaron a preguntar […] a partir de ahí ya integré el grupo de Abuelas. […] Cuando yo encontré los restos de mi hijo estuve muy acompañada y rodeada de todas las Abuelas, sentí como se puede sentir la mano de la madre alrededor mío […] yo me sentí protegida, que no estaba sola.

La historia de otra abuela inspiró a Nélida Gómez de Navajas a tener esperanzas y empezar a buscar a su nieto:

Un día fui a Abuelas a llevar unos datos. […] Y ellas me dicen: “¿Y vos tenés algún desaparecido?” Sí, digo, tengo una hija que estaba embarazada de dos meses pero pienso que abortó. […] Entonces Estela me comenta el caso de su hija, que su hija había tenido varios embarazos estando llena de cuidados, de mimos y de todo, y los perdía, y cómo estando detenida, la chica llega a tener su bebé. Me dice: “Mirá, hacé la denuncia porque nosotros somos este grupo, somos todas abuelas y estamos buscando a los chicos”. […] Me estuvieron explicando en la forma que ellas estaban trabajando. Encontré una gran acogida de parte de ellas. […] Entonces hice la denuncia y así empecé, y seguimos trabajando casi diez años.20

También Amelia Herrera de Miranda se refiere a la importancia de descubrir que ya no estaba sola:

Si a mí me había parecido tan duro lo que me había pasado, vi que las otras habían pasado cosas peores. Entonces, yo dije: “Bueno, acá lo mejor es unirse y luchar todas”. No es sólo yo que estoy sufriendo, sufren todas estas mujeres, son un montón, y sí, da fuerzas. Y uno se ubica para seguir luchando, porque antes uno ni captaba, no sabía ni lo que pasaba realmente. Claro, estaba como perdida una. […] Acá estamos unidas en esta búsqueda, con el problema, el dolor nuestro y la esperanza.21

Las Abuelas tratan de apoyarse activamente unas a otras y respetar mutuamente su dolor. Antonia Segarra señala:

Yo tengo por norma, junto a la otra Abuela que salimos, no dar nuestro testimonio personal, porque creemos que tenemos que hablar en nombre de todas las Abuelas, porque no todas las Abuelas pueden salir, entonces es un deber nuestro no tocar nuestros testimonios personales, pero sí hablar en general. […] Si tengo tiempo, doy mi testimonio, pero a pedido, yo tampoco lo busco.

Rosa Roisinblit da otro ejemplo de este compromiso de reciprocidad:

Somos varias, varias, las que estamos comprometidas de por vida, hasta el último día de nuestra existencia, para buscar a los niños.[…] Acá tenemos muchas Abuelas que ya han encontrado a sus nietos y que siguen trabajando para la institución. Y yo pienso hacer lo mismo el día que encuentre a mi nieto.

Otras fuentes de fortaleza y poder internos

Al desconfiar de la historia oficial y constituir un grupo, las Abuelas crearon un ámbito seguro en el que podían ventilar sentimientos dolorosos y, al mismo tiempo, enfrentar la falta de esperanza y la desesperación. La veracidad, la acción cooperativa y los vínculos con otros grupos de derechos humanos contribuyeron a realzar su sensación de poder y esperanza. La pensadora feminista Dorothy Dinnerstein distingue la “esperanza de ojos abiertos, que por definición incorpora la incertidumbre y aconseja la acción”, de la “esperanza ciega, que es pasiva y rehúye los hechos disponibles”.22 La “esperanza de ojos abiertos” describe adecuadamente la energía positiva y la claridad de ánimo de las Abuelas. Una gran fuente de esa esperanza fue la profunda conexión que muchas de las mujeres tenían con sus hijos desaparecidos. Como los querían y confiaban en ellos, las Abuelas sentían que era preciso mantener vivo su recuerdo, sostener sus valores y honrar su idealismo.

Esa motivación es notoria en la descripción de Sonia Torres:

Y bueno, la ausencia de mi hija, no tenerla conmigo todos los días, la necesidad de encontrarla, y después, que ya supimos que no íbamos a encontrarla, la necesidad de hacer algo por ella, encontrar a su hijo y decirle quiénes fueron sus padres, que no eran unos padres cualquiera, personas que sufrieron por sus convicciones. […] Porque después de la primera detención de mi hija en julio de 1975, cuando yo la saco de la cárcel a mi hija, le digo: “No, yo te voy a mandar inmediatamente a otro lado”, y me dice: “No, yo no me muevo de acá, yo no he cometido ningún delito para salir de la Argentina y además, si todos los que pensamos como yo nos vamos del país, ¿qué va a ser del país?”23

Berta Schubaroff recuerda su relación con su hijo y la manera en que los insultos que su nuera sufrió en el campo por tener un marido judío fortalecieron su decisión de luchar:

Yo a mi hijo lo quise muchísimo, yo lo adoraba, era muy dulce, muy inteligente, también fue un chico muy estudioso. […] Con deseos de justicia social. […] En la escuela primaria lo nombraron a él monitor, que era el que se tenía que encargar de la limpieza y de todas las responsabilidades de un grado […] y él dijo “de ninguna manera voy a aceptar ese trabajo”, porque él no estaba de acuerdo que haya una persona con la responsabilidad de todo un grado, que ahí tenían que colaborar todos. […] Yo lo tengo escrito eso, él escribió una carta y se la dio al maestro, yo tengo esa carta guardada. […]

En el campo de concentración le preguntan a mi nuera si no le daba asco estar casada con un judío y ella les dijo que no, entonces el hombre le dijo “estos judíos de mierda, los vamos a matar a todos”. […] Es ahí donde se me levantó una muralla adentro mío y pensé, contra ésta se van a tener que golpear, porque yo soy judía, en ese momento me hice fuerte y dura como esa muralla y pensé que ellos no me van a atravesar nunca […] hasta el día que me muera voy a pelear contra esta cosa, contra este salvajismo.

Luego de la muerte de su hija, Estela de Carlotto se comprometió con el activismo por el resto de su vida:

Ahí empecé la lucha, todo lo contrario de lo que se pueda pensar, que a uno le entregan un cuerpo y dice: “Bueno, basta, la historia terminó”. La historia empezaba, empezaba para buscar a los asesinos, empezaba para buscar a mi nieto […] para encontrar a mi nieto y para criarlo. […] Supe que mi hija decía: “Mi mamá no les va a perdonar a los milicos, mientras viva, lo que me están haciendo”. Y qué razón que tuvo, porque si a mí me decían en ese momento que yo iba a dedicar mi vida a no perdonar y a buscar la verdad, yo diría no sé. […] Pero ella me conocía más.

Nya Quesada atribuye su persistencia a la esperanza que todavía mantiene de ver viva a su hija:

Mi persistencia es algo, es como que tengo la impresión que se lo debo a ella. Y siempre esa esperanza, estúpida, de verla. Porque es una esperanza basada en no sé qué. La realidad es otra y uno no quiere ver la realidad. No quiere verla. Ya han pasado muchos años, ya son muchos años y no se termina de tener algo de esperanza. […] Es una estupidez, lo comprendo, pero… Hay otras madres totalmente distintas a mí, totalmente, pero yo las respeto también. Cada uno encuentra su manera de vivir mejor.

Chicha Mariani, que tenía una estrecha relación con su hijo, sentía que él la ayudaba a entender la realidad social de un modo más amplio:

Fue mi hijo el que despertó mi conciencia social. […] Tuvimos muchas conversaciones profundas, siempre en la cocina, sobre la pobreza y la explotación. Un día le dije: “Tenés que cuidar tu vida, yo no te di la vida para esto”, y él me dijo: “Sí, mamá, me diste la vida, pero ahora es mía”. […] Yo le decía que no valía la pena, peleé como todas las madres, discutimos mucho. […] Cuando lo estaban buscando, mi marido, que había comprado un departamento en Roma para que se fueran, le dijo: “¡Te venís ya!”, y él dijo: “Papá, una palabra más y no nos vemos más”.24

Para Amelia Herrera de Miranda, encontrar los restos de su hija y sus nietos fue de extrema importancia. Eso le confirmó que aquélla estaba muerta y le permitió concentrarse en la búsqueda de su nieta superviviente:

El encontrar huesos fue un momento especial, no digo de alegría, pero se confirmó algo, una cosa que estaba, que no se sabía ni sí ni no. Se confirmó, bueno, ella está muerta, está ahí. […] ¿Y mi nieta? ¿Dónde está? Si recién empiezo a luchar… yo la encuentre o no hasta el fin de mi vida la voy a buscar. […] Hay que trabajar para que eso no suceda más. La desaparición de personas es lo peor, lo más cruel. […] Hay que decir lo que pasa, si uno se calla es cómplice, hay que decirlo y luchar, sin miedo.

Argentina Rojo de Pérez acopió fuerzas de diversas formas: “No tuve grupo de apoyo, atención psicológica, nada. Ni antes, ni después. Me hice fuerte porque yo sabía que tenía que luchar por la nena. Yo he sobrevivido por ella, porque si no, la verdad… Es lo único que me queda”.25

También Delia Califano reflexiona sobre el origen de su vigor:

¿Qué me da fuerzas a mí? Mi hijo y mi nuera, eran los dos perfectos. […] Eso me da fuerza. No les puedo dejar un hijo de ellos suelto en el mundo. A veces, te digo, que no tengo ganas de venir, porque tengo setenta años, vos me dirás que no los represento, que estoy bien, pero me canso. Hay días que tengo unas ganas de quedarme en mi casa y me da fuerzas pensando en ellos. Es lo menos que puedo hacer.26

Alba Lanzillotto habla del respeto que sintió por sus hermanas menores desaparecidas, para quienes era como una madre, y se refiere a su presencia constante en su vida:

Yo de su militancia, todo eso, las respeto desde luego que ellas hayan elegido eso porque lo han hecho como personas adultas y conscientes. No he estado de acuerdo con muchas cosas, desde luego, pero realmente las respeto porque las chicas han sido dos niñas mimadas. […] Ellas tenían la mejor ropa, el mejor esto, todo, todo, no les faltaba nada. Y se han ido a estudiar y después han comenzado a militar y han hecho un cambio, de ser unas personas entregadas a la causa en que ellas creían […] un cambio total. […] Dejar la vida tranquila, ellas podían haber sido como todas sus compañeras, y estar casadas con un profesional viviendo lo más bien […], no les faltaba nada pero tenían algo adentro que las obligaba. […] Yo, después de todo lo que ha pasado, las he llegado a valorar mucho más a ellas, a comprender.[…] Ahora tendrían 46 años, tenían mucho para dar y mucho para hacer. En toda mi familia las mellizas son una cosa muy valiosa que está siempre presente, en ningún momento está como ausencia de nosotros, al contrario. Mi hija la quería mucho a Annie y ella siempre está pendiente de eso, cualquier cosa, de recordar esto y aquello de las chicas. Y lo mismos los hijos, los queremos mucho, están cerca nuestro.27

Las oportunidades en que sus esfuerzos alcanzaron el éxito fueron consecuentemente mencionadas por las Abuelas como algunas de las experiencias más vivificantes y fortalecedoras de sus vidas. El hecho de que se confirmaran sus corazonadas y de tocar y ver realmente a niños que habían estado desaparecidos durante años, representó un increíble estímulo para su moral. Su restitución a sus familias originarias les hizo ver que, después de todo, podía alcanzarse algo de justicia y que su trabajo extraordinariamente exigente era digno del precio que habían tenido que pagar.

Raquel Marizcurrena trabajó en el caso de Pablito Moyano, un niño localizado años después de su desaparición, ocurrida cuando tenía un año:

Uno de los momentos más hermosos es cuando recuperamos chicos. Una vez sacamos todas las fotos de los chicos en la tapa de una revista. […] Una señora reconoce a Pablito y se pone en contacto conmigo. […] Cuando desapareció era un bebé y ahora tenía seis años. ¡Tenía la misma cara que cuando era un bebé! Los ojos grandes, las pestañas largas, las cejas tupidas, era inconfundible. Cuando llevamos a la abuela, que lo reconoció enseguida, Pablito se le tiró a los brazos enseguida, como si la hubiera reconocido. […] Fue un momento fantástico, casi parece mentira.

En términos más generales, Antonia Segarra reflexiona sobre los años de duro trabajo y la satisfacción que obtienen cuando encuentran a los niños:

Esos 54 niños que hemos recuperado es fruto de mucho sacrificio, pero es una satisfacción, verlos a los chicos con su verdadera familia. Aunque no lo veas al chico, es una alegría, no se puede transmitir esa alegría. […] Cada uno de ellos es un pedacito de nosotras.

Como en el caso de las otras Abuelas, la creencia de Reina Esses de Waisberg en la importancia de que los niños supieran que no fueron abandonados por sus padres le da fortaleza:

Para mí cualquier nieto que se encuentre es como si fuera el mío. Lloramos y bailamos todas las Abuelas, estamos tan contentas como si fuera nuestro. […] Por eso peleamos tanto, porque cada niño desaparecido tiene que saber que no fue tirado a la basura y que su madre no lo dejó sino que fue concebido con mucho amor. […] Lo sé por mi hijo y por Valeria, que querían tener otro hijo.28

Apoyo externo

Las expresiones de solidaridad que las Abuelas recibieron de sus familias y de otros grupos que trabajan por la justicia social, tanto en la Argentina como en el extranjero, también las fortalecieron y vivificaron. Elena Santander dice lo siguiente:

El apoyo de mi familia me sirvió mucho, vino mi hija de Brasil, vino mi hijo, estaba con todo el mundo al lado mío y eso es bueno. […] Mis amigos me apoyaron, me comprenden. […] Y se han alegrado mucho con la venida de la nena. […] Nos apoyan los homosexuales, las prostitutas, los chicos enfermos de sida, otros grupos. […] Una vez que fui al juicio ése, yo estaba en la fila esperando que abrieran los Tribunales y estaba esta señora. […] Ella sabía quién era yo e incluso yo llevaba el pañuelo en la cabeza y me puse a conversar con ella y me dijo: “Yo estoy para todo al lado de ustedes”. […] Y dijo: “Yo soy la presidente de las prostitutas, y lo único que les quiero pedir es que no digan ‘hijos de puta’, porque las putas no parimos esas bestias”. […] Siempre me acuerdo, jamás me voy a olvidar, me pareció fantástico […] en cada marcha que hay, ella va.

Nélida de Navajas describe una experiencia similar:

Una de las cosas más bellas del trabajo con Abuelas ha sido la comprensión que he encontrado siempre en el exterior, a mí me ha impactado, me parecía imposible que hubiera tanto interés por el problema que nos estaba afectando. Me pareció que la solidaridad del exterior era extraordinaria, muy positiva. […] Nos ha apoyado el movimiento de mujeres, el cha [Comité Homosexual Argentino], también los transexuales. […] Yo espero que venga otra generación, tiene que ser la juventud que luche para tratar de hacer esto un poco mejor, y que las enseñanzas que les dejemos nosotros les sirvan para unirse y apoyarse.

Sus búsquedas exitosas, la creación del Banco Nacional de Datos Genéticos, su aptitud para influir en la legislación referida a los derechos de los niños y el apoyo que recibieron, contribuyeron a fomentar en las Abuelas la resolución de continuar su trabajo sin vacilaciones. El hecho de asumir la responsabilidad de su situación y enfrentarla de la mejor manera posible las hizo aún más fuertes.

Judith Lewis Herman, una psiquiatra que dirige la capacitación en el Programa de Víctimas de la Violencia del Cambridge Hospital, en Cambridge, Massachusetts, explica la dinámica vigente en estos casos. Respaldada por sus veinte años de experiencia con mujeres que sufrieron maltratos sexuales, señala que si bien las sobrevivientes de violaciones, guerras y otros traumas no son responsables de las agresiones que sufrieron, sí lo son de su recuperación: “Paradójicamente, la aceptación de esta evidente injusticia es la forma de comenzar a tener poder. La única manera de que la sobreviviente pueda asumir un pleno control de su recuperación es aceptar la responsabilidad que le cabe en ella. La única manera de poder descubrir su fortaleza indemne es usarla en toda su magnitud”.29

Las Abuelas se convirtieron precisamente en esas sobrevivientes. En 1986 declararon lo siguiente:

No ha sido fácil nuestra tarea. Empezamos de la nada en octubre de 1977, en medio del terror generalizado, hechas una llaga viva. Si hoy tuviéramos que sintetizar en una palabra el sentimiento predominante en aquella época, aparte del dolor, diríamos Impotencia. […] Descubrimos que teníamos que andar solas, que debíamos inventar caminos, buscar métodos inéditos, como inédito era el horror que estábamos viviendo […] A pesar del silencio de algunos, las vacilaciones de otros, la indiferencia de muchos, con la ayuda del pueblo seguiremos buscando sin descanso a los centenares de niños desaparecidos, para reintegrarlos a sus verdaderos hogares, porque solamente así retornarán a la vida. Es un deber hacia ellos, hacia sus padres martirizados, hacia la niñez argentina que ha perdido su seguridad, hacia los treinta mil desaparecidos que reclaman justicia.30

Las Abuelas se comprometieron a contar la verdad pese al terror que dominaba la vida de su país, y se negaron a creer las mentiras que el régimen imponía a la población. Crearon un lugar en el que la cooperación mutua y la finalidad compartida les permitieron alimentar su ánimo y sentir poder en vez de desesperación. El amor por sus hijos y el regocijo de encontrar a algunos de sus nietos las sostuvieron a través de su lucha. Y la solidaridad de otros grupos hizo que creyeran que otras personas se preocupaban y que su mensaje finalmente sería escuchado.

El papel de los hombres en el trabajo de las Abuelas

Cuando las Abuelas se juntaron para construir su organización, sus esposos, hijos y otros miembros varones de sus familias cumplieron en general un papel de apoyo, sin participar directamente en las actividades del grupo. El ordenamiento tradicional de género (las mujeres en un segundo plano y los hombres activamente involucrados en la arena política) se invirtió cuando las Abuelas se situaron en el primer plano. Su intención, sin embargo, no fue excluir a los hombres. Las Abuelas expresaron diversos puntos de vista sobre el papel de éstos en su movimiento. Para algunas, su mayor vulnerabilidad era lo que los mantenía en un segundo plano; otras creían que tenían menos capacidad de enfrentar el dolor; otras, por fin, consideraban que su necesidad de ganarse la vida era la razón que los hacía mantener un bajo perfil. Con frecuencia, las Abuelas aludieron al carácter especial de la relación madre-hijo para explicar la mayor participación de las mujeres. Como lo recuerda Berta Schubaroff:

Cuando suben los militares y se ponen a hacer asesinatos y empiezan a matar gente, a maltratar, a torturar […] dimos un grito de dolor que continúa hasta estos días porque nos han arrancado lo más importante que tenemos en nuestras vidas. […] Nosotras decidimos salir solas a la calle justamente porque nos menospreciaban […] no dejamos venir a los hombres, a los esposos y a los hijos, porque a ellos los hubieran secuestrado también.

Sonia Torres coincide:

Pensamos que a las mujeres por ser mujeres, no nos iban a hacer los mismos atropellos que a los hombres […] que ellos eran más vulnerables, que a las mujeres no nos iban a hacer lo mismo. […] Pero no, desaparece la primera Madre y otras también. […] A mí me parece que los hombres no hacen tanto por los hijos como las mujeres. En la vida cotidiana, si una se queda sin comida en el plato, si hay poco, se lo pasa al hijo, calladita. Creo que es algo que te despierta la maternidad, que te da la maternidad, la paternidad es una cosa más accesoria.

Raquel Marizcurrena, uno de cuyos hijos desapareció, expresa puntos de vista similares sobre la mayor vulnerabilidad de los hombres:

Nos reuníamos puras mujeres. Las mujeres solas corríamos menos peligros, mientras que a los hombres los iban a atacar más que a las mujeres […] por eso es que los hombres se quedaron en casa. Pero no se quedaron en casa […] mi marido siempre andaba por allá, enfrente de la Catedral o en el Cabildo. Mi gran miedo era dejar solo a mi otro hijo, que me apoyaba mucho. […] El marido de Azucena y el hijo también siempre estaban por ahí y el hijo le decía: “Mami, no te pongas siempre adelante hablando, frená un poco”.

Pero Nya Quesada cree que la mayor dificultad de los hombres para enfrentar el dolor tuvo algo que ver con su relativa pasividad:

Yo creo que los hombres no tienen tanto aguante, no tienen tanta polenta como tiene la mujer. […] Esto nos lo pregunta mucha gente, ¿dónde están los padres? Yo pienso que el hombre no tiene tanta resistencia al dolor. […] No tiene tanta fuerza como la mujer. […] Ellos lo sienten y los golpea pero la mujer se levanta para ver qué se puede hacer, para que sepan en todos los lugares del mundo, para seguir. […] Mi marido murió en dos años de enfermedad, impresionante […] aunque quisiera no podía. […] Conozco muchos casos de hombres que han fallecido por el gran dolor, verdaderamente tendrían una dolencia y eso les apresuró. […] Si te hacen una estadística acá, creo que va a ser así.

Amelia Miranda coincide, aunque su marido, Juan, fue uno de los pocos hombres que tuvieron participación activa en la organización de las Abuelas; trabajó con el equipo de investigación hasta que sufrió una grave invalidez:

Peleamos mucho por los hijos; mi marido también lo hizo mientras pudo, pero él se enfermó. […] No sé, el hombre el dolor lo toma de otra forma, o se enferma o… no sé. La mujer es más perseverante, pienso. Por eso salimos más a la calle ahora a gritar y a protestar, algo así… El hombre sufre mucho, pero queda más, muy encerrado. […] Porque el hombre enseguida quiere la lucha, pelear, no tiene paciencia […] y acá no es de pelear, es de pelear despacito, luchar, es como el trabajo de la hormiguita, todos los días un poquito, no se ve, pero al fin de los años uno consiguió criar hijos y mantener todo en orden y lo hizo. […] La mujer tiene más perseverancia, pienso, y más aguante.

Las reflexiones de Otilia Argañaraz son muestra del mismo espíritu:

Yo creo que los hombres llevan los pantalones pero la batuta la llevamos nosotros. […] Yo siempre  he pensado que el dar a luz, sobre todo cuando se da con mucho dolor, es ya un dolor tan inmenso y una felicidad tan grande, que uno se vuelve una leona para defender eso, desde el momento que nace […] la felicidad ésa de tener el hijo después de un sufrimiento tan grande, un sufrimiento físico tan grande, ya da disposición para todo. […] Con los padres que hablás los ves muy quebrados. Mis hermanos mismos me dicen: “Cómo te envidio el que estés luchando. Yo no soy capaz”.

También había consideraciones prácticas. Para Antonia Segarra, que vivía en Mar del Plata y viajaba con frecuencia para trabajar con las Abuelas en Buenos Aires, el hecho de que su marido ganara el sustento hacía posible que ella fuera una activista: “Alguien tenía que trabajar […] necesitábamos plata para movernos. […] En mi caso, mi marido se quedó en casa. Él, que se quedó en casa, se llevó la peor parte”.

Sin embargo, Alba Lanzillotto cree que la mayor capacidad de las mujeres para el activismo fue responsable del papel protagónico de las Abuelas:

Lo que pasa es que en este país, en todas las cosas, las que trabajan son las mujeres. Es verdad: en los centros de profesores, ¿quiénes están? Todas las profesoras. A los profesores, para llevar uno, tienes que llevarlo con la grúa […] y lo mismo en la Iglesia, ¿quiénes son las que trabajan? Las mujeres. […] Las Abuelas, los abuelos, no. Ellas dicen que en los primeros tiempos que el hombre trabajaba y tenían miedo y tal, pero yo creo que no es tanto eso sino que la mujer es la que tomaba la delantera y la que salía más desgarrada. […] Lo que tienen adentro las mujeres es más fuerte, me parece a mí […] porque en todos lados, en Familiares, en Madres, son mujeres, no hay Padres de Plaza de Mayo. […] Es así en general, alguna cosa la inician los hombres pero después las que quedan son las mujeres.

Cualesquiera hayan sido las razones que mantuvieron a los hombres en un segundo plano, las Abuelas entraron en la arena pública y participaron plenamente en el florecimiento del movimiento de los derechos humanos. En el proceso, pasaron de ser mujeres “tradicionales” definidas por sus relaciones con los hombres (madres, esposas, hijas) a transformarse en manifestantes públicos en representación de toda la sociedad.

Lo personal es político

Al transformar la impotencia en acción social, combinar una perspectiva práctica con la visión más amplia de una sociedad necesitada de un cambio exhaustivo y luchar por la justicia, estas “mujeres comunes y corrientes” expandieron de manera irreversible el campo de la política y contribuyeron a derribar los límites entre lo privado y lo público. Como madres y abuelas, reaccionaron ante los ataques contra sus familias mediante la apropiación del espacio público y la impugnación de la idea de que los cuidados maternos están restringidos al mundo privado.

La teórica feminista Sara Ruddick se ha referido a las “demandas” exigidas por la práctica del cuidado materno: preservar la vida, alimentar a la descendencia y dar forma al crecimiento de los hijos de un modo que sea aceptable para el grupo social de la madre. Como corolario de la distinción entre dar a luz y brindar cuidados maternos, Ruddick argumenta que todas las madres son “adoptivas”: “Adoptar es comprometerse a proteger, alimentar y formar a determinados niños. Aun la parturienta más apasionadamente amorosa se embarca en un acto de adopción cuando se compromete a sostener a una criatura en el mundo”.31 Como madres “adoptivas” de sus nietos, las Abuelas querían proseguir el trabajo materno que el régimen militar había interrumpido brutalmente. Su compromiso de proteger, alimentar y formar a los hijos de sus hijos era una afirmación de la continuidad y la promesa que representa cada nueva vida.

Como la Asociación de Abuelas es una organización dirigida por mujeres, es inevitable que surja la pregunta: ¿las Abuelas son feministas? Para el caso, ¿qué significa “feminismo” en América Latina? En un importante artículo en que analizan los Encuentros* feministas regionales convocados bianualmente, Nancy Saporta Sternbach, Marysa Navarro-Aranguren, Patricia Chuchryk y Sonia E. Álvarez hablan de “feminismos” porque es difícil “generalizar a todos los países en una región tan diversa como América Latina cuando se discute cualquier fenómeno sociopolítico”. Sostienen que los feminismos latinoamericanos, obligados a vérselas con la represión estatal y una extrema explotación económica, han desarrollado una sólida base política que los distingue de movimientos similares en regiones más ricas del mundo. Las feministas de América Latina, que tuvieron que enfrentar el militarismo, consideran que “la dictadura, que institucionaliza la desigualdad social, se funda en la desigualdad dentro de la familia”.32

Los feminismos latinoamericanos instan a una revolución en la vida cotidiana, que imponga un reto a los privilegios clasistas y raciales, así como al sistema sexual y de género patriarcal. Uno de los temas cruciales para las feministas de América Latina ha sido su relación con la lucha general por la justicia social, en particular con los movimientos de mujeres,* organizaciones femeninas populares que se crean para cubrir las necesidades básicas de la vida y que habitualmente no ponen la opresión de género en el centro de sus análisis. El diálogo con las activistas de estos movimientos* es una rica fuente de ideas y retos que hacen que la definición de los feminismos latinoamericanos conserve su fluidez y se mantenga en constante revisión.33

Ninguna de las Abuelas se autocalificaba de feminista, aunque algunas de ellas, como Elsa Oesterheld, expresan su entusiasmo por la lucha por la igualdad de las mujeres:

Yo estaba dejándome estar, hasta que encontré a estas mujeres activistas. […] Me han dado una inyección de esperanza. Vuelvo a creer. […] Me despertaron de nuevo, yo fui una nueva persona a partir de ahí. […] Es algo increíble y la gente aún no se ha dado cuenta. […] Yo querría vivir cincuenta años más porque eso va a ser… El mundo va a cambiar irreversiblemente. […] Es una eclosión de la mujer en este momento. […] El siglo que viene es de la mujer.

Elena Santander también expresó con claridad la energía positiva del movimiento de las mujeres, pero vio los peligros de convertirse en una activista:

Me gusta cuando las mujeres defienden sus derechos, derechos de la mujer y del ser humano, derechos a una buena vivienda, a un sueldo digno, a una casa digna, educación para sus hijos. […] Acá está la Unión ésa, uma, y yo he ido muchas veces. Es la Unión de Mujeres Argentinas, que han hecho muchos viajes a Cuba por el Día de la Mujer. […] Pero tengo miedo de que si las mujeres entran en la política pierdan lo que tienen que tener, su familia, que creo que es lo más importante. De alguna manera tenés un mundo de uno mismo, que se pierde, que se pierde. […] Yo lo he visto, acá, en esta casa, muchas de nosotras que ha tenido a lo mejor su marido y no le ha dado la atención debida […] porque estamos acá. […] Yo perdí el compañero que tenía porque abandoné todo, mi casa, todo, por esta cosa.

Amelia Miranda reflexiona sobre su matrimonio y el rol de hombres y mujeres:

Pienso que la mujer si trabaja tiene que tener el mismo derecho que el hombre. A igual trabajo, igual beneficio. […] Y la mujer tiene que tener su licencia cuando tiene hijos, y esas cosas. Y si ellos tienen oportunidad, ¿por qué no nosotras? Porque lo que no encuentro bien es que todas las mujeres tenemos que nacer para lavar platos y criar chicos, no. Si uno tiene inteligencia y le gusta otra cosa, que tenga una oportunidad también. […] Y en el gobierno, ¿por qué no van a tener puestos en el gobierno? Si tuviéramos cargos, la mujer, no habría tantos problemas. […] Yo no creo que eso sea feminismo, sino justicia. Yo me casé para siempre. […] Me gusta la libertad de acción y que se escuche mi voz, que se me respete, pero feminista, decir: “no necesito hombre”, no […] porque ni somos todas perfectas nosotras ni son los hombres todos perfectos, todos tenemos contras y Dios nos hizo varón y mujer y creo que así debe ser la cosa.

Berta Schubaroff coincide con Amelia:

Las luchas de las mujeres son importantísimas […] pero no quiero tampoco hacer pensar que somos mejores que los hombres, para nada. […] Valemos tanto también como un hombre […] pero sin un hombre nos falta algo muy importante, que es el amor, la sexualidad, el compañerismo. […] Para mí los hombres y las mujeres están juntos en este mundo. […] Sin embargo, fijáte, yo tengo una hermana que no se casó, tiene una gran profesión, porque ella es una de las mejores dentistas, es una persona que ha investigado y que ha descubierto cosas nuevas y está siempre en la búsqueda […] gana bastante dinero, tiene una vida llena de amigos. […] No es imprescindible que tenga hijos y que tenga el hogar, no, a ella le gustó otra cosa, me parece bárbaro, me parece bárbaro que se pueda elegir lo que uno quiere.

Reina Waisberg expresa su reconocimiento por el trabajo de las mujeres activistas:

Yo estoy muy de acuerdo con el movimiento de mujeres, me parece muy bien y pienso que la mujer tiene que hacerse valer a la par del hombre. […] Me parece perfecto, la idea de legalizar el aborto, yo lo apoyo y estoy con mucha bronca cuando el clero se opone, me da mucha rabia, porque si mi madre hubiera tenido un tratamiento legal, yo creo que no se hubiera muerto. […] Yo tenía 18 años cuando murió mi mamá, tuve que cuidar a mis hermanitas que eran muy chiquitas.

Las Abuelas han llevado su mensaje a las conferencias nacionales e internacionales de mujeres, en las que buscaron (y recibieron) apoyo para su trabajo y solicitaron una condena de las leyes de amnistía y los indultos presidenciales otorgados a los integrantes de las juntas. En el viii Encuentro Nacional de Mujeres realizado en Tucumán en 1993, las Abuelas Amelia Miranda y Otilia Argañaraz hablaron de sus experiencias como mujeres y madres cuyos hijos y nietos fueron víctimas de la dictadura. Recordaron al público ⎯unas seis mil mujeres de todo el país⎯ los “miles de mujeres, nuestras hijas, que lucharon heroicamente por un país mejor” y dieron a luz y alimentaron la vida en los campos clandestinos de detención del régimen.34

En América Latina, a fines del siglo xx, han surgido nuevos movimientos sociales ⎯movimientos que van más allá de las estructuras e instituciones políticas tradicionales⎯. La creciente participación de las mujeres, en particular, ha modificado claramente los modelos establecidos de movilización política.35 La gente habla de una “nueva forma de política”, una nueva concepción de lo político, una transformación de la arena pública. En la Argentina, la imagen de las Abuelas como custodios del ciclo de la vida se ha incorporado a esta concepción compartida con una fuerza sin precedentes, para convertirse en un elemento permanente del nuevo paisaje político.