Capítulo 1

1

No sólo un golpe más   

                                                                                Yo soy el señor de la vida y la muerte.

Coronel Roberto Roualdes, jefe de operaciones

                                                                                                 Del Primer Cuerpo de Ejército

 

El 23 de octubre de 1975, en la Undécima Conferencia de Ejércitos Latinoamericanos que se realizaba en Montevideo, Uruguay, los periodistas interrogaron al teniente general Jorge Rafael Videla, comandante en jefe de las fuerzas armadas argentinas, sobre la lucha contra la subversión. “Deberán morir todas las personas necesarias —contestó el general Videla—, para lograr la seguridad del país.” Y cuando se le pidió que definiera a un subversivo, respondió: “Cualquiera que se oponga al modo de vida argentino”.

Cinco meses después, el 24 de marzo de 1976, los militares tomaron el poder en la Argentina, por sexta vez desde 1930. El teniente general Videla, el almirante Emilio Eduardo Massera y el brigadier general Orlando Ramón Agosti derrocaron al gobierno constitucional de María Estela (Isabel) Martínez de Perón y se proclamaron como nuevos gobernantes del país, con el general Videla en la presidencia. Éste no fue simplemente un golpe más; estaba por comenzar el período más sangriento y vergonzoso de la historia argentina, durante el cual el país se cubriría de infamia por las atrocidades de su gobierno y sus sorprendentes semejanzas con el régimen nazi. Una de sus consecuencias sería la introducción de la palabra desaparecidos* en el lenguaje corriente en todas las lenguas, en el que quedaría asociada para siempre a la mera mención de la Argentina. Como una estremecedora anticipación de lo que iba a suceder, Bernardo Alberte, un destacado dirigente peronista, fue visitado en las primeras horas del día del golpe por una unidad conjunta del ejército y la policía federal. Ante la mirada aterrorizada de su familia, lo arrojaron por la ventana de su departamento en un sexto piso. Con éste, el primero de muchos actos de terror, el nuevo gobierno comenzó a consolidarse.2

El caos general y la inestabilidad política reinantes en el gobierno de Isabel Perón habían preparado el terreno para la toma del poder. Los asesinatos, la inflación y las profundas divisiones dentro de los partidos políticos hicieron que el golpe pareciera inevitable a grandes sectores de la sociedad.3 Una campaña cuidadosamente orquestada por los sectores conservadores de los medios de comunicación, el apoyo de los terratenientes e industriales argentinos y las presiones de los círculos financieros internacionales crearon una imagen de los generales como hombres razonables y honestos dispuestos a tomar sobre sus hombros la pesada carga de “salvar” a la Argentina. Los niveles más altos de las fuerzas armadas habían aprobado el golpe en septiembre de 1975, poco después de que Isabel Perón designara al general Videla como comandante en jefe del ejército; se prepararía dentro de los siguientes seis meses. Casi inmediatamente después del golpe, las fuerzas armadas reemplazaron la Constitución por el Estatuto del Proceso de Reorganización Nacional (El Proceso),* que les daba la facultad de ejercer los tres poderes: el judicial, el legislativo y el ejecutivo. Se debilitó el habeas corpus, la censura se extendió a todas las esferas de la vida y los sindicatos, los partidos políticos y las universidades quedaron bajo el control de los militares. El estado de sitio que había impuesto el gobierno de Isabel Perón se prorrogó indefinidamente y se suspendieron todas las garantías constitucionales; el ochenta por ciento de los jueces fueron reemplazados. Las fuerzas armadas, que se presentaban como defensoras de “la tradición, la familia y la propiedad”, consideraban cualquier crítica a su régimen como signo de un comportamiento antiargentino y subversivo que había que aplastar para proteger a la nación. Una vez más, el general Videla lo expresó con claridad: “La represión es contra una minoría a la que no consideramos argentina”.4

El “derecho de opción”, que había permitido a los detenidos a disposición del poder ejecutivo elegir entre la cárcel y el exilio, quedó inmediatamente abolido. Una multitud de decretos y leyes recién promulgados aumentaron las facultades de la policía y los militares y establecieron la pena de muerte para crímenes políticos. Tras hacer suyos los tres poderes del estado, la junta lanzó una de las más brutales campañas de represión del hemisferio occidental. Cuatro juntas gobernaron el país durante casi ocho años. La democracia sólo volvió a instaurarse tras el desastre de la guerra de las Malvinas, con la elección de Raúl Alfonsín en 1983.5

Antecedentes del golpe

Luego de que los militares derrocaran el gobierno de Juan Domingo Perón en 1955, los problemas económicos, sociales y políticos de la Argentina siguieron aumentando sin que nada los detuviera. Tras su caída Perón siguió gozando de mucha popularidad entre los trabajadores que se habían beneficiado con sus programas, quienes no aceptarían fácilmente la dominación de sus adversarios. Aunque se sucedieron una tras otra distintas administraciones militares y civiles, ninguna fue capaz de detener el crecimiento de la desocupación, la inflación, las divisiones sociopolíticas y la decadencia institucional del país.

Cuando el general Juan Carlos Onganía tomó el poder en junio de 1966, el golpe se anunció como un “nuevo comienzo”. Tras presentarse como un amigo de la clase obrera, Onganía lanzó al ruedo la idea de un “peronismo sin Perón” para obtener el apoyo de los trabajadores. Sin embargo, pronto resultó evidente que su objetivo era manipular los sindicatos y sofocar su resistencia. Instaló un régimen militar y creó una autocracia: los cambios sociales se producirían desde arriba. Proscribió todos los partidos y las actividades políticas, intervino las universidades nacionales, envió a las fuerzas armadas a reprimir las protestas de los trabajadores y anunció su intención de permanecer indefinidamente en el poder.6

En mayo de 1969, la ciudad de Córdoba estalló en lo que llegaría a conocerse como el Cordobazo,* una de las protestas populares más grandes de ese período. Conducido por los estudiantes universitarios y los obreros de la industria automotriz, el alzamiento presagió el derrumbe del régimen de Onganía. Hacia 1970 aparecieron en escena dos grupos guerrilleros: los Montoneros, que se identificaban con el peronismo de izquierda, y el Ejército Revolucionario del Pueblo (erp), brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores (prt). Los Montoneros secuestraron y ulteriormente dieron muerte al ex presidente Pedro Eugenio Aramburu, uno de los líderes del golpe contra Perón en 1955.7 Al mismo tiempo surgieron organizaciones derechistas clandestinas, que se dedicaron a secuestrar militantes estudiantiles y sindicales, quienes desaparecían sin dejar rastros. A principios de 1971, se producía una de esas “desapariciones” cada 18 días. 8

En 1970, tras cuatro años en el poder, Onganía fue derrocado. Su sucesor, el general Roberto M. Levingston, sólo permaneció nueve meses en su cargo antes de ser reemplazado por un tercer general, Alejandro Lanusse. Éste prometió elecciones y trató de aislar a los extremistas, permitiendo que los sindicatos tuvieran un papel dirigente en las negociaciones salariales. Su gesto conciliatorio más importante —el levantamiento de la proscripción que desde hacía 18 años pesaba sobre el peronismo— condujo en definitiva al retorno de Perón a la Argentina en 1973.9 Tras disociarse de los grupos de izquierda del peronismo, Perón estableció alianzas con los sectores más reaccionarios, y en octubre de 1973 comenzó su tercer mandato como presidente. De 78 años de edad y lleno de achaques, murió antes de cumplir un año en el cargo; lo sucedió su esposa, Isabel Perón, que había sido su compañera de fórmula.

Durante el gobierno de Isabel Perón los escuadrones derechistas de la muerte lanzaron una campaña de terror contra trabajadores, estudiantes y cualquiera que estuviera vagamente sospechado de tendencias izquierdistas. Con la declaración del estado de sitio en noviembre de 1974, la presidente dio carta blanca a las fuerzas armadas, y con ello autorizó un sangriento operativo para aplastar las actividades guerrilleras en la provincia de Tucumán. Organizada por José López Rega, que era la mano derecha de Isabel Perón y ministro de bienestar social, la siniestra Alianza Anticomunista Argentina (o Triple A, como se la llamaba corrientemente) asesinó a alrededor de setenta de sus adversarios en la segunda mitad de 1974; hacia principios de 1975 el grupo eliminaba un promedio de cincuenta izquierdistas por semana.10 Entre las víctimas se contaban figuras destacadas como el exilado general Carlos Prats, comandante en jefe del ejército chileno durante la presidencia de Salvador Allende, y su esposa, muertos al explotar una bomba en su auto; el abogado y académico Silvio Frondizi, hermano del ex presidente Arturo Frondizi, fue secuestrado un mediodía en el centro de Buenos Aires y eliminado a tiros en las afueras de la capital.11

Cuando la primera junta llegó al poder en 1976, los grupos guerrilleros de la Argentina habían sido prácticamente barridos de la escena. El propio general Videla había declarado en enero de ese año que la guerrilla ya no era un peligro. Según Daniel Frontalini y María Cristina Caiati, investigadores del Centro de Estudios Legales y Sociales, las fuerzas insurgentes probablemente no superaban las dos mil personas, de las cuales tal vez sólo el veinte por ciento tenían armas, en tanto las modernas y poderosas fuerzas armadas contaban con alrededor de doscientos mil efectivos en sus filas.12 La amenaza del terrorismo izquierdista fue una excusa para asumir un completo control e imponer el tipo de terrorismo estatal que la propia junta alentaba. Los líderes militares tenían la intención de modificar, por el medio que fuera necesario, la estructura social, política, económica y cultural del país e instalarse como la autoridad definitiva e indiscutible.13

La doctrina de la seguridad nacional

La doctrina de la seguridad nacional, piedra angular de la política del régimen, no era una idea novedosa. Durante el gobierno derechista del general Onganía, el ejército ya enseñaba a sus soldados que la verdadera amenaza para la Argentina provenía de adentro, de los “subversivos” que procuraban destruir los valores tradicionales de la sociedad nacional. ¿Quiénes eran esos subversivos? Quienquiera que no adhiriese a las virtudes cristianas y militares que presuntamente salvarían al mundo del comunismo.

Como muchos otros militares argentinos, Onganía estaba muy influenciado por los cursos de contrainsurgencia de los Estados Unidos, que habían contribuido a difundir esta doctrina por toda América Latina; en rigor de verdad, la llamaba “doctrina West Point”, en honor a la institución en que se habían originado sus postulados centrales. De acuerdo con los términos del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca [tiar] de 1947, el Departamento de Defensa de los Estados Unidos creó en 1951 su Programa de Asistencia Militar para armar y entrenar a los ejércitos latinoamericanos. Los oficiales de América Latina recibían instrucción en centros norteamericanos como el Inter-American Defense College, en Fort McNair, Washington. El secretario de defensa de los Estados Unidos, Robert S. McNamara, elogiaba los programas: “Sus países seleccionan cuidadosamente a estos oficiales para que se conviertan en instructores cuando regresen a ellos. Son los futuros líderes, los hombres que poseerán el conocimiento y lo impartirán a sus fuerzas”. En 1969, tras una gira por América Latina en representación del presidente Nixon, Nelson Rockefeller anunció que los militares eran “la fuerza esencial del cambio social constructivo”.14

En la Argentina, oficiales franceses que habían intervenido en Indochina y Argelia participaban en el entrenamiento del ejército. El general Ramón Juan Camps, jefe de policía de la provincia de Buenos Aires desde 1976 hasta 1979, admiraba el enfoque francés de la represión; lo consideraba más eficaz y completo que el norteamericano, que se apoyaba casi exclusivamente en la fuerza pura y una perspectiva militarista. Camps se enorgullecía de sintetizar ambos métodos y, al hacerlo, de crear un tipo único de represión en la Argentina.15

La doctrina de la seguridad nacional era un conjunto poco claro de conceptos, algunos contradictorios y escasamente delineados; su poder de cohesión descansaba en su definición del comunismo como “el enemigo”. Vestigio de la guerra fría, su objetivo era proteger la hegemonía económica de los Estados Unidos en América Latina. El temor a “otra Cuba” empujaba a aquel país a financiar y entrenar a los ejércitos latinoamericanos para suprimir la “amenaza” del marxismo.16 La doctrina sostenía que se estaba librando una “tercera guerra mundial” entre el “mundo libre” y el comunismo, una guerra en la que la Argentina era un campo de batalla clave. Como lo explicó el general Luciano Benjamín Menéndez, comandante del Tercer Cuerpo de Ejército en Córdoba: “De un lado estaban los subversivos que querían destruir el estado nacional para convertirlo en un estado comunista, un satélite en la órbita roja, y del otro nosotros, las fuerzas legales, que, por [la autoridad de] dos decretos del entonces poder constitucional, participábamos en esa lucha”.17

Por este motivo, el enemigo interno era más peligroso que los enemigos externos, ya que amenazaba los valores occidentales y cristianos fundamentales de la sociedad argentina. Las fronteras nacionales pasaban a quedar subordinadas a las “fronteras ideológicas”: las fuerzas armadas protegerían la pureza ideológica del país, no sólo sus límites geográficos. El estado comenzó a intervenir en los asuntos internos de otros países y se unió a los regímenes militares del cono sur en el combate contra la “subversión”. Al mismo tiempo, el modelo represivo se exportó a otros lugares, en particular a América Central, donde los militares argentinos tuvieron un activo papel en el entrenamiento de las fuerzas gubernamentales en Nicaragua, Guatemala, El Salvador y Honduras.18

Según el punto de vista de los militares, la estrategia global del comunismo exigía que el estado respondiera con un enfoque también global. De ello se deducía la necesidad de militarizar la sociedad argentina para luchar contra la “amenaza” marxista. La junta justificó de ese modo el lanzamiento de una guerra no declarada —una “guerra sucia”, como la llamaban— contra su propio pueblo. En las mentes de los hombres que realizaban las operaciones cotidianas necesarias para mantener al régimen represivo en el poder se inculcó cuidadosamente la idea de la inevitabilidad de una tercera guerra mundial. Al escribir sobre sus experiencias en el campo de detención clandestina donde lo mantuvieron prisionero, Jacobo Timerman, director de La Opinión, recuerda los cursos semanales que el ejército impartía sobre dicha guerra. Timerman se refiere a la “asistencia obligatoria de todo el personal de torturadores, interrogadores y secuestradores”.19 El mensaje transmitido por esta “academia” era simple: había que parar el comunismo, y las tácticas y los métodos nazis eran las únicas herramientas eficaces en la lucha contra la subversión. Luego de las clases, los guardianes de Timerman solían discutir las lecciones con él, que aprovechaba la oportunidad para corregir sus erróneas concepciones acerca del sionismo.

Los trabajadores sindicalizados se contaban entre los blancos principales de la represión. El movimiento sindical argentino era el meollo del partido peronista, y las exigencias de reforma social y justicia económica planteadas por la clase obrera se consideraban parte de un “complot comunista”. El ministro de economía Martínez de Hoz, quien también era presidente del directorio de Acíndar (una de las tres compañías siderúrgicas de la Argentina y subsidiaria de U. S. Steel), integrante del directorio de Pan American Airways e itt y amigo personal de David Rockefeller,20 impuso políticas económicas que despojaron de sus derechos políticos a los trabajadores. Su accionar favoreció aquellos intereses empresarios, ya que congeló los salarios obreros a la vez que aumentaba los de los militares, anulaba las leyes laborales progresistas y beneficiaba vigorosamente a los inversores extranjeros a expensas de la industria local. El resultado fue la “desindustrialización”, mientras enormes créditos otorgados por la banca extranjera apuntalaban la economía.21 Martínez de Hoz hizo que las huelgas fueran punibles con diez años de cárcel y tomó préstamos por más de mil millones de dólares en menos de un año.

A corto plazo, el dinero llegó en torrentes y los argentinos que podían darse el lujo viajaban por todo el mundo con sus bolsillos llenos de plata dulce,* pero pronto la inflación y la desocupación galopantes redujeron los ingresos. El periodista Iain Guest describió con idoneidad el resultado de las políticas económicas derechistas de Martínez de Hoz: “Abajo las barreras, arriba el peso y adentro los préstamos”.22

La guerra sucia y la metodología de la represión:

secuestro, tortura y muerte

Los militares pusieron en práctica una nueva metodología de represión para imponer la doctrina de la seguridad nacional: el secuestro, la tortura y el asesinato de decenas de miles de personas. La junta no inventó este tipo específico de terror. En 1941, Hitler en persona había pergeñado el Nacht und Nebel Erlass (decreto de la noche y la niebla), apuntado a las personas que “pusieran en peligro la seguridad alemana”: como su ejecución pública podía erigirlas en mártires, el decreto establecía que tenían “que desvanecerse sin rastros en medio de la noche y la niebla de lo desconocido en Alemania”.23

Aunque ya las había habido antes del golpe, las desapariciones se incrementaron dramáticamente después de marzo de 1976. Por cada dos cadáveres de personas asesinadas que se encontraban, había nueve desapariciones.24 Nadie estaba inmune. Hombres y mujeres; jóvenes y viejos, criaturas y adolescentes; mujeres embarazadas, estudiantes, trabajadores, abogados, periodistas, científicos, artistas y docentes; ciudadanos argentinos y de otros países; monjas y sacerdotes, miembros progresistas de las órdenes religiosas: todos engrosaron las filas de los desaparecidos. La expresión detenidos desaparecidos* describe la metodología de la represión con más precisión que desaparecidos.* La gente no se desvanecía simplemente en el aire o se iba del país sin avisar a sus parientes, como daban a entender las autoridades. Tampoco eran secuestrados por grupos marginales sin conexión directa con el gobierno. El uso de la primera expresión incriminaría directamente al estado, ya que le atribuye responsabilidad por las desapariciones y refleja lo que realmente estaba pasando: personas detenidas por grupos armados que actuaban con órdenes de las autoridades, y desaparecidas en medio de la noche y la niebla del régimen.25

Los militares proclamaban su inocencia y afirmaban no tener conocimiento de esos hechos. Emilio Mignone, uno de los fundadores del Centro de Estudios Legales y Sociales, que se reunió con muchos integrantes de las fuerzas armadas para procurar conocer la suerte corrida por su hija desaparecida, escuchó repetidas veces lo siguiente: “No vamos a hacer como Franco y Pinochet que fusilaban, porque entonces hasta el Papa nos va a pedir que no lo hagamos”.26 Era un plan diabólico, y durante casi ocho años logró crear un reino de terror sin paralelos en la historia argentina.

Para que la represión se afianzara plenamente, era necesario el consentimiento judicial. Aunque no estaba oficialmente suspendido, el recurso de habeas corpus perdió eficacia gracias a la complicidad de muchos jueces. En la Argentina, cuando una persona es detenida, se puede presentar ese recurso ante un juez para conocer su paradero. Se supone que el juez solicita entonces información a las autoridades. Temerosos de desafiar el silencio impuesto por las fuerzas armadas y de seguridad, los magistrados rechazaban casi todas las solicitudes de habeas corpus que se les presentaban.  Como dijo Mignone: “Se formó una inmensa e inútil montaña de papel escrito que cubría los despachos de los jueces para ser inexorablemente archivada.” Mignone calcula que se plantearon unos ochenta mil recursos, porque algunas familias hicieron en vano muchos intentos por obtener información acerca de sus parientes.27 El general de división Tomás Sánchez de Bustamante comentó cándidamente: “En este tipo de lucha, el secreto que debe envolver las operaciones hace que no deba divulgarse a quién se ha capturado y a quién se debe capturar: debe existir una nube de silencio que rodee todo…”.28 Los mismos abogados que presentaban recursos de habeas corpus en representación de los parientes de las víctimas corrían un alto riesgo de desaparecer. No menos de 109 de ellos sufrieron esa suerte, el noventa por ciento entre marzo y diciembre de 1976. Veintitrés fueron asesinados por razones políticas, más de un centenar fue a dar a la cárcel y una cantidad incontable se exiló para salvar la vida.29

La represión fue el resultado de un plan sistemático y deliberado, centralmente organizado y dirigido por los altos mandos. No se trató de una violencia accidental y azarosa o de simples “excesos” de una guerra, como pretendió después la junta. Se había desarrollado una metodología terrorista que se siguió al pie de la letra. Las violaciones de los derechos humanos, aun en regiones del país distantes entre sí, respetaban un patrón establecido: las mismas formas de tortura, secuestros similares y hasta los mismos grilletes usados para encadenar a los prisioneros. En palabras del general Santiago Omar Riveros, jefe de la delegación argentina a la Junta Interamericana de Defensa: “Hicimos la guerra con la doctrina en la mano, con las órdenes escritas de los comandos superiores; nunca necesitamos, como se nos acusa, de organismos paramilitares… Esta guerra la condujeron los generales, los almirantes y los brigadieres… La guerra fue conducida por la junta militar de mi país a través de sus estados mayores”.30

El instrumento fundamental de la represión fueron los grupos de tareas constituidos por las diferentes ramas de las fuerzas armadas y de seguridad. Los grupos de tareas 1 y 2 estaban integrados por personal del ejército, el 3 correspondía a la armada, el 4 a la aeronáutica y el 5 a la Secretaría de Informaciones del Estado (side). Sus miembros tomaron parte, en diferentes momentos y diferentes combinaciones, en una diversidad de “misiones especiales”. A menudo, los participantes no se conocían entre sí cuando se encontraban en lugares predeterminados para recibir las instrucciones correspondientes a una misión terrorista específica. Una vez cumplida la tarea, cada uno de ellos regresaba a su grupo de origen.31 Un “pacto de sangre” mantenía a los integrantes de los grupos de tareas unidos y recíprocamente fieles. Todos participaban en los diferentes aspectos de los operativos represivos —secuestro, interrogatorio, tortura y asesinato— y rotaban en las actividades a fin de que el silencio y la complicidad estuvieran garantizados.32

La mayoría de los secuestros se producían a la noche o al amanecer —principalmente en las casas, pero a veces en las calles o los lugares de trabajo—, por lo común en los últimos días de la semana. El momento elegido contribuía a demorar cualquier medida que los parientes quisieran tomar. Hombres vestidos de civil y fuertemente armados solían aparecer y amenazar a las víctimas y sus familiares, y con frecuencia a los vecinos. Mediante acuerdos previos, la policía dejaba expedito el acceso de los secuestradores al área donde se encontraba la casa. A menudo la “sellaban”, con varios autos que bloqueaban las calles circundantes. La cantidad de hombres que intervenían variaba entre seis y cincuenta. Autos particulares sin patentes (con frecuencia Falcon verdes o azules) o camiones o camionetas militares solían llevar a las víctimas, vendadas y esposadas, a un centro secreto de detención. En ocasiones, antes de la llegada de la banda, se cortaba la electricidad en el barrio en que iba a producirse la incursión. De vez en cuando, un helicóptero sobrevolaba el área. Por lo común, las bandas intervinientes saqueaban las casas de sus víctimas.33

Los secuestradores tiraban a sus presas en el piso de un auto o las introducían en un camión y las llevaban a uno de los 340 centros clandestinos de detención ubicados en todo el país. Estos centros eran pequeñas casas, sótanos de grandes edificios, talleres mecánicos o bases militares adaptadas para la misión y provistas de cercas dobles de alambres de púas, guardias con perros, helipuertos y torres de vigilancia.34 Financiados por el estado, eran la base de los operativos militares. A su llegada a un centro, cada prisionero era cuidadosamente identificado y registrado. Los guardias llenaban formularios en cuadruplicado y enviaban copias al Ministerio del Interior y los servicios de seguridad. Los formularios también establecían qué guardias eran responsables de cada prisionero.35 En estos centros, los represores aplicaban torturas físicas y psíquicas e intentaban deliberadamente despojar a las víctimas de su identidad y su historia, suprimir su humanidad y aniquilar su sentido de sí mismos como seres humanos. Como identificación, los prisioneros recibían una letra y un número correlativo (por ejemplo, M1, M2), y se los castigaba brutalmente si usaban sus nombres. Este sistema cumplía dos finalidades: aumentaba su sensación de alienación y pérdida de identidad y les impedía conocer la identidad de los demás prisioneros. Al hacer todos los esfuerzos posibles para inducirlos a sentir que sus desapariciones los habían barrido del mundo de los vivos, los represores lograban que los prisioneros perdieran toda esperanza.

Otras execrables técnicas orientadas a producir el colapso psíquico de la víctima consistían en inducir a los prisioneros a colaborar con sus represores. Una vez en los campos, los “subversivos” que cooperaban disfrutaban de mejores condiciones de vida, la posibilidad de ponerse en contacto con sus familias y, en algunos casos, la promesa de que finalmente los liberarían. Convertir a una persona en informante era otra forma de destruirla. En ciertos y contados casos, hasta se les permitía dejar el campo y visitar a sus familias. Los guardias les aclaraban que cualquier intento de escapar provocaría la muerte de sus familiares y otros prisioneros. Algunos, tras ser liberados de los campos, se vieron obligados a trabajar como mano de obra esclava. Sin embargo, la colaboración no garantizaba necesariamente su supervivencia.

Las torturas físicas y psíquicas pretendían humillar y degradar a sus víctimas. Los testimonios de sobrevivientes de las sesiones de tormentos proporcionan información detallada sobre los métodos usados. Dos prisioneros que pasaron 15 meses en los campos y pudieron escapar describieron vívidamente sus experiencias:

En lo que se refiere a la tortura física, nos trataban a todos igual; las únicas diferencias eran la intensidad y la duración. Desnudos, nos ataban de pies y manos con cadenas o correas gruesas a una mesa de metal. Después nos ataban a un dedo del pie un cable con descarga a tierra y empezaba la tortura.

Durante la primera hora nos aplicaban la picana* sin hacernos ninguna pregunta. Según decían, la finalidad de esto era “ablandarte, para que podamos entendernos”. Seguían así durante horas. Nos picaneaban en la cabeza, las axilas, los genitales, el ano, la ingle, la boca y todas las partes sensibles del cuerpo. De vez en cuando nos tiraban agua o nos lavaban, “para enfriarte el cuerpo y que vuelvas a tener sensibilidad”…

No había límites para la tortura. Podía durar uno, dos, cinco o diez días. Todo se hacía bajo la supervisión de un médico, que nos controlaba la presión sanguínea y los reflejos: “No vamos a dejarte que te mueras antes de tiempo. Tenemos todo el tiempo del mundo y vamos a seguir con esto indefinidamente”. Era exactamente así, porque cuando estábamos al borde de la muerte, solían parar y hacernos revivir. El médico nos inyectaba suero y vitaminas, y cuando nos habíamos recuperado más o menos, empezaban a torturarnos de nuevo…36

También familias enteras se convirtieron en el blanco de la represión. Las bandas secuestraban a todos sus miembros, niños pequeños, jóvenes y adultos, y a menudo utilizaban a los parientes como rehenes para atraer a las personas que estaban buscando. Los familiares de los “subversivos” eran castigados a causa de sus lazos de sangre. Torturarlos era una forma de obligar a los prisioneros a “hablar”.37 Jacobo Timerman, que fue secuestrado en abril de 1977 y mantenido como prisionero durante treinta meses, comenta sobre la tortura de las familias:

De todas las situaciones dramáticas que he visto en las cárceles clandestinas, nada puede compararse a esos grupos familiares, torturados muchas veces juntos, otras por separado, a la vista de todos, o en diferentes celdas sabiendo unos que torturaban a los otros. Todo ese mundo de afectos construidos con tantas dificultades a través de los años, se derrumba por una patada en los genitales del padre, o una bofetada en la cara de la madre, o un insulto obsceno a la hermana, o la violación sexual a la hija. De pronto se derrumba toda una cultura basada en los amores familiares, en la devoción, en la capacidad de sacrificarse el uno por el otro. Nada es posible en este universo, y es precisamente eso lo que saben los torturadores.38

“Traslado” era un eufemismo para referirse a los asesinatos. El exterminio físico de los prisioneros adoptaba diversas formas. Algunos morían luego de las sesiones de tortura o los fusilaban; algunos se suicidaban. Otros eran drogados, transportados en aviones y arrojados al mar.39 A lo largo de las costas del Río de la Plata empezaron a aparecer cuerpos. En los cementerios proliferaban las tumbas únicamente identificadas como NN (Ningún Nombre, del latín “non nominatus” también llamadas “Noche y Niebla” del alemán Nacht und Nebel). Cuando luego de la caída de la dictadura se abrieron algunas de ellas, se reveló otro aspecto obsceno de la locura de los torturadores: contenían sólo pedazos de los cadáveres, decapitados y descuartizados antes de su entierro. Estaban fragmentados, atomizados y diseminados en diferentes partes del cementerio para garantizar no sólo la desaparición de una persona sino, tras su muerte, la de su cadáver.40

Las ejecuciones masivas de los escuadrones fusiladores también suscitaban un problema: era preciso hacer algo con los cuerpos. Otro testigo cuenta que éstos eran arrojados a pozos, donde los rociaban con gas oil y los quemaban hasta convertirlos en cenizas.41 En el caso de algunos detenidos, los guardias inventaban “motivos” para asesinarlos, incluidos los “enfrentamientos armados” y los “intentos de fuga”.42

Las mujeres no escapaban a la metodología de la represión. Eran secuestradas solas o junto con amigos o familiares, se las mantenía prisioneras y se las torturaba en los centros clandestinos de detención, y finalmente eran asesinadas. Ciertas formas de tortura, como colgar al prisionero desnudo mientras los guardias incitaban a sus perros a que lo atacaran, parecen haberse utilizado principalmente con mujeres.43 Sumada a las ya intolerables condiciones que enfrentaban todos los detenidos, las mujeres sufrían una dimensión adicional de violencia y violación sexuales.44 Su integridad sexual y su dignidad física y psíquica eran sometidas a un ataque directo. Los represores dirigían las torturas a las partes más vulnerables e íntimas del cuerpo femenino, las fuentes mismas de la vida: “A las mujeres se les introducía el cable en la vagina y luego se lo pasaban por los pechos, lo que provocaba un gran sufrimiento y en ocasiones muchas de ellas menstruaban en plena tortura”.45

Martha García Candeloro recuerda que después de que la secuestraran, le dijeron: “Ah, ¿así que sos psicóloga? Una puta, como todas las psiquiatras. Aquí vas a aprender lo que es bueno”. Y empezaron a torturarla delante de su marido, para obligarlo a hablar. La brutalización de un niño delante de su madre y la tortura de un hombre frente a su esposa eran uno de los modos predilectos de tratar de hacer que la mujer hablara.46 Las prisioneras también se utilizaban como esclavas sexuales. En El Vesubio, uno de los centros clandestinos de detención, el jefe del campo usaba a las mujeres —incluso a las que estaban embarazadas— para su gratificación sexual. Lo cual no impedía que finalmente ordenara matarlas. Los fines de semana, cuando el mayor Pedro Durán Sáenz dejaba el campo, este “hombre de familia” solía ir a su casa, donde lo esperaban su esposa y cinco hijos.47

Mujeres embarazadas en cautiverio

El tratamiento y la tortura de las mujeres embarazadas revelan un nivel casi inimaginable de odio y crueldad. Una vez terminada la represión, un ex oficial de uno de los grupos de tareas, que había estado a cargo del campo de concentración más grande de Buenos Aires, la Escuela de Mecánica de la Armada (esma), recordó que “uno de los encantadores sistemas que Mengele [apodo dado al médico del campo] inventó para torturar a las embarazadas era con una cuchara. Les metían una cuchara o un instrumento metálico en la vagina hasta que tocaban al feto. Entonces le daban 220 voltios. Le pasaban electricidad al feto”.48

Ana María Careaga tenía 16 años y estaba embarazade de dos meses cuando la secuestraron un mediodía en una calle de Buenos Aires. Su historia es particularmente sobrecogedora debido a su juventud, la magnitud de las torturas padecidas y el destino de su madre, que la había buscado activamente:

Me secuestraron en Corrientes y Juan B. Justo, en pleno día, la gente se quedó dura. Yo alcancé a gritar, iba caminando. Me agarraron dos tipos, me metieron en un auto, rapidísimo todo. […] Al principio no dije que estaba embarazada, después sí, cuando se empezó a ver. Entonces me torturaron durante muchas horas, me reanimaban y me volvían a torturar. […] No se podía hablar, no se podía uno mover, estábamos tabicados y con cadenas. […] No te llevaban al baño todas las veces que querías y si te hacías pis en la celda te sacaban para torturarte. […] Era permanente la tortura. […] Me metieron la picana en la vagina, me tiraban kerosene, nafta en la vagina, en los ojos, en los oídos. […] Me colgaron de un caballete con las muñecas atadas a los tobillos, boca abajo, me hamacaban, por eso se me hizo este absceso, todavía tengo las marcas en un brazo. […]

Cuando me estaban torturando tenían un médico que me tomaba la presión y me controlaba. Ellos me decían “nosotros no te vamos a dejar morir”, porque sabían que en esas circunstancias uno prefiere la muerte. Me daban pastillas que decían que eran para el corazón, estaba atada en una tarima, en una mesa de metal, con los brazos hacia atrás y las piernas abiertas.

En los campos de concentración a lo que se tendía era al aislamiento total. […] Es terrible tener un hijo en un campo de concentración, pero de alguna manera fue un privilegio porque no estaba sola. Yo aprendí a hablar con la nena, le ponía las manos encima, la acariciaba todo el tiempo. El momento en que se movió por primera vez fue para mí muy importante, porque realmente, de alguna manera, sentí que juntas habíamos triunfado sobre el horror. Cuando se empezó a mover yo estaba acostada en la tarima, fue una dicha, se me caían las lágrimas de la emoción. ¿Qué mejor acompañado puede estar uno que con una vida dentro de su vida? Y tal es así que después que salgo le escribo una poesía donde digo: “Mi sangre fue tu vida. Tu sangre fue mi fuerza”. Ella pudo sobrevivir porque yo la nutrí y ella me nutrió de otra manera.

Cuando me dejaron en libertad me fui a Europa. Los europeos me preguntaban por qué no dije que estaba embarazada, si no pensaba que eso me podría haber ayudado. Tuve que explicarles que en los campos de concentración en Argentina el hecho de estar embarazada hubiera sido una herramienta más para presionar. El gobierno sueco les dio asilo a mis padres y mi mamá dijo que no. […] Cuando yo aparecí, ella quiso seguir trabajando con las madres de otros jóvenes desaparecidos. Ella dijo: “voy a seguir con ustedes hasta que aparezcan todos”. A mi madre la secuestraron en diciembre de 1977, cuando yo estaba en Suecia. Cuando llamamos para decirle que había nacido la nena, nos enteramos de la mala noticia. […] Nunco supo que la nena y yo estábamos bien. 49

En la mayoría de los casos, las embarazadas no eran “trasladadas”. Las que no abortaban debido a las torturas, daban a luz en cautiverio y posteriormente eran asesinadas.50 Se sabe que al menos tres centros clandestinos —la esma, Campo de Mayo y el Pozo de Bánfield— tenían “instalaciones” para ellas. En algunos casos, las atendían médicos y enfermeras. A menudo, los médicos realizaban cesáreas para acelerar el nacimiento, en violación de los principios más elementales del juramento hipocrático. En medio de los dolores del trabajo de parto, las embarazadas permanecían atadas de pies y manos a sus camas y se les daba suero para apurar el nacimiento.51

Dos sobrevivientes de la esma contaron cómo se engañaba a las mujeres embarazadas para que creyeran que sus hijos iban a ser entregados a sus familias:

A nuestra llegada a la esma, vimos a muchas mujeres tiradas en el suelo, en colchonetas, que esperaban el nacimiento de sus hijos. […] Una vez nacida la criatura, la madre era “invitada” a escribir una carta a sus familiares a los que supuestamente les llevarían el niño. El entonces Director de la esma, capitán de navío Rubén Jacinto Chamorro, acompañaba personalmente a los visitantes, generalmente altos mandos de la Marina, para mostrar el lugar donde estaban alojadas las prisioneras embarazadas, jactándose de la “Sardá” (que es la maternidad más conocida de Buenos Aires) que tenían instalada en ese campo de prisioneros. […] [P]or comentarios supimos que en el Hospital Naval existía una lista de matrimonios de marinos que no podían tener hijos y que estarían dispuestos a adoptar hijos de desaparecidos. A cargo de esta lista estaba una ginecóloga de dicho nosocomio.52

Más adelante, personal médico del Hospital Militar de Campo de Mayo reveló que había detenidos cuya admisión no se había registrado; que se trataba de mujeres en avanzado estado de gravidez, con los ojos vendados u ocultos detrás de anteojos negros; que tenían una abundante custodia; que, en la mayoría de los casos, se las sometía a operaciones cesáreas; y que tras la intervención, la madre era separada de su criatura. El destino de los niños se desconocía.53 Se sabe que al menos un médico militar —el doctor Norberto Atilio Bianco, que trabajaba en ese hospital— se llevó a dos de los hijos de detenidas y los inscribió como propios. Tras vivir muchos años como fugitivo en Paraguay, finalmente fue extraditado a la Argentina a principios de 1997.54

En ocasiones, las embarazadas eran llevadas a hospitales civiles comunes en los que, fuertemente custodiadas por la policía, no se les permitía comunicarse con el personal. En los certificados de nacimiento, los nombres de las mujeres solían asentarse simplemente como NN. Silvia Isabella Valenzi, con un embarazo de siete meses y medio, fue llevada a un hospital municipal. Se las ingenió para decir en voz alta su nombre y el de sus familiares, con la esperanza de que alguien les advirtiera de las circunstancias que atravesaba. Pero los militares no querían correr riesgo alguno: una partera, María Luisa Martínez de González, y una enfermera, Generosa Frattasi,  que informaron a la familia sobre la situación de la joven, fueron secuestradas y desaparecieron poco después. Según constancias, se las vio por última vez en uno de los centros clandestinos de detención. Había que mantener a cualquier precio el secreto de las mujeres embarazadas y sus hijos.55

Adriana Calvo de Laborde fue una de las escasas excepciones, una embarazada que dió a luz en cautiverio y sobrevivió. La secuestraron cuando su embarazo era de seis meses y medio:

El 15 de abril comenzó mi trabajo de parto. Después de tres o cuatro horas de estar en el piso con contracciones cada vez más seguidas y gracias a los gritos de las demás, me subieron a un patrullero con dos hombres adelante y una mujer atrás (a la que llamaban Lucrecia y que participaba en las torturas). Partimos rumbo a Buenos Aires, pero mi bebita no supo esperar y a la altura del cruce de Alpargatas, frente al Laboratorio Abbott, la mujer gritó que pararan el auto en la banquina y allí nació Teresa. Gracias a esas cosas de la naturaleza, el parto fue normal. La única atención que tuve fue con un trapo sucio, “Lucrecia” ató el cordón que todavía la unía a mí porque no tenían con qué cortarlo. No más de cinco minutos después seguíamos camino rumbo a un teórico “hospital”. Yo todavía seguía con los ojos vendados y mi beba lloraba en el asiento. Después de muchas vueltas llegamos a lo que después supe era la Brigada de Investigaciones de Bánfield (pozo de Bánfield). Allí estaba el mismo médico que había atendido a Inés Ortega de Fossatti. En el auto cortó el cordón y me subieron uno o dos pisos hasta un lugar donde me sacaron la placenta. Me hicieron desnudar y frente al oficial de guardia tuve que lavar la camilla, el piso, mi vestido, recoger la placenta y, por fin, me dejaron lavar a mi beba, todo en medio de insultos y amenazas.

Diez días después del nacimiento, sus torturadores la soltaron en medio de la noche cerca de la casa de sus padres. En camisón y ojotas, llena de piojos igual que su criatura, Laborde fue una mujer “afortunada”, que sobrevivió y conservó a su hija.56

Mucho más común es el caso de Graciela Alicia Romero de Metz, descripto por Alicia Partnoy en The Little School. Graciela, de 24 años, fue secuestrada cuando estaba embarazada de cinco meses, y la obligaron a permanecer

acostada, con los ojos vendados y maniatada como el resto de los prisioneros. Durante el último mes de su embarazo se le permitía “caminar”. Esas caminatas consistían en vueltas alrededor de una mesa, con los ojos vendados. Unos días antes del parto la llevaron a una casilla rodante en el patio. El día 17 de abril de 1977 dio a luz un varón. El 23 de abril fue sacada de “La Escuelita” y no supe más de ella. Según los guardias, su hijo fue entregado a uno de los interrogadores. El caso Metz ha sido adoptado por Amnistía Internacional.57

La Iglesia Católica:

¿Iglesia del César o Iglesia del pueblo?

En la Argentina, un país con más de noventa por ciento de católicos, la Iglesia tiene un enorme poder para influir en la política y en todos los aspectos de la vida. Por otra parte, y como el régimen militar se presentaba como un defensor de los valores cristianos, las críticas de dirigentes religiosos habrían creado serios problemas para la junta. Lamentablemente, la jerarquía católica se convirtió en cómplice de ésta.

La noche anterior al golpe del 24 de marzo, dos de los comandantes en jefe, el general Videla y el almirante Massera, se reunieron con la dirigencia de la Conferencia Episcopal Argentina (cea), el principal organismo de la Iglesia Católica argentina. El mismo día del golpe, la junta mantuvo una prolongada reunión con el arzobispo Adolfo Servando Tortolo, presidente de la cea y jefe del vicariato militar; al retirarse del encuentro, éste alentó a la población a “cooperar de una manera positiva” con el nuevo gobierno. De los más de ochenta sacerdotes pertenecientes a la cea, sólo cuatro se levantaron en apoyo de las organizaciones de derechos humanos: el Comité Ejecutivo de la Conferencia los calificó de “comunistas y subversivos”.58

Las declaraciones y comentarios de algunos miembros de la jerarquía eclesiástica con respecto al gobierno bordearon lo surrealista. Tras el golpe, el obispo Victorio Bonamín, provicario castrense, afirmó “que cuando un militar cumple con su deber represivo, ‘Cristo ha entrado con verdad y con bondad’”, y previó un tiempo en que “los miembros de la junta militar serán glorificados por las generaciones futuras”. El padre Felipe Perlanda López, capellán penitenciario, le dijo a un detenido que se quejaba por las torturas que había sufrido: “M’hijito, ¿qué querés si vos no cooperás con las autoridades que te interrogan?” Durante un viaje a Italia en 1982, uno de los principales integrantes de la cea, el cardenal Juan Carlos Aramburu, arzobispo de Buenos Aires, respondió a una pregunta sobre las desapariciones diciendo: “Yo no me explico por qué se sacó ahora este asunto de la guerrilla y del terrorismo que ya ha terminado hace tiempo”.59

Dos de los más fuertes partidarios del régimen eran monseñor Antonio José Plaza, el poderoso arzobispo de La Plata, y el padre Christian von Wernich. Monseñor Plaza se identificaba con la dictadura cada vez que le era posible, presentaba acusaciones contra estudiantes (incluido su propio sobrino) y aceptó el puesto de capellán en jefe de la policía de la provincia de Buenos Aires. A la vez que recibía, gracias a ese cargo, un segundo salario y un segundo automóvil, visitaba los centros clandestinos de detención donde se torturaba y asesinaba a los prisioneros. El padre Von Wernich, identificado con las fuerzas armadas y colaborador de la represión ilegal, era “una suerte de paradigma de clérigo fascista”.60 Era capellán de la policía de la provincia de Buenos Aires y amigo personal del general Camps. Testimonios de sobrevivientes de los campos y de un ex agente policial de la provincia describieron su participación en varios secuestros y sesiones de torturas.61

Una figura polémica dentro de la jerarquía eclesiástica fue el arzobispo Pio Laghi, nuncio papal en la Argentina. En 1976 recibió una invitación del gobernador de Tucumán, el general Antonio Domingo Bussi, cuyas actividades represivas eran notorias; habló con jefes y oficiales militares y les dió la bendición papal. Consideraba que la Iglesia era parte del “proceso de reorganización nacional” y que colaboraba con las fuerzas armadas “no sólo con palabras sino con actos”. Cuando su nombre apareció en 1984 en una lista de 1.351 personas involucradas en actividades represivas, se desató un ardoroso debate.62 Aunque un sobreviviente de los campos afirmó haberse encontrado con el arzobispo en un helipuerto cuando era un detenido ilegal del ejército, su testimonio no pudo confirmarse. Prominentes integrantes del nuevo gobierno democrático, desde el presidente Alfonsín hasta el ministro del interior, Antonio Tróccoli, miembros progresistas de la Iglesia y conocidos intelectuales defendieron a Pio Laghi.63

En tanto la jerarquía eclesiástica justificaba y aprobaba las acciones de la junta, ésta perseguía a los miembros de la Iglesia que se identificaban con las ideas progresistas del Concilio Vaticano ii y la Conferencia de Medellín de 1968: quienes imaginaban la Iglesia como una comunidad de iguales. Sacerdotes, monjas y seminaristas unieron su destino al de los oprimidos, con su trabajo en los barrios desheredados, la creación de organizaciones campesinas y cooperativas agrícolas, la realización de campañas de alfabetización y la impugnación de la alianza tradicional entre la oligarquía argentina y la Iglesia. Llevaron esperanza y cierta sensación de poder a los más pobres de los pobres. Por consiguiente, la junta los trató como subversivos. El oficial que lo interrogaba le dijo a uno de ellos, detenido en la esma: “Vos no sos un guerrillero, no estás en la violencia, pero vos no te das cuenta que al irte a vivir allí [una villa miseria] unís a la gente, unís a los pobres, y unir a los pobres es subversión”.64

Muchos de estos clérigos pagaron con la vida su compromiso con la justicia social. Entre 1974 y 1983, fueron asesinados o desaparecieron 19 sacerdotes católicos ordenados (incluidos dos obispos), y alrededor de un centenar de miembros de órdenes religiosas sufrieron torturas, se exilaron o fueron detenidos. El más destacado fue Enrique Ángel Angelelli, obispo de La Rioja, quien se alió incondicionalmente a los pobres y desafió a los terratenientes ricos y el gobierno local. Figura carismática e inspiradora, murió en agosto de 1976 en un “accidente de auto”. En 1986, cuando la investigación del caso finalmente avanzó, el juez designado declaró formalmente que su muerte “no obedeció a un accidente de tránsito, sino a un homicidio fríamente premeditado y esperado por la víctima”: la carátula del expediente pasó de “accidente” a “homicidio calificado”.65

Los judíos y el terrorismo estatal

En la Argentina, el antisemitismo tiene raíces profundas en las entretelas de la conciencia nacional. Desde la época colonial, cuando conversos* y judíos eran un blanco favorito de la Inquisición, hasta el pogromo de la Semana Trágica* en 1919, la cultura dominante vio a los judíos como “foráneos inasimilables”, extranjeros cuya lealtad a la sociedad siempre se ponía en duda.66 La extrema derecha argentina es notoriamente antisemita y promovió de manera consecuente la imagen de una “infiltración hebrea y comunista” en el país.67 La xenofobia, el racismo y los furiosos ataques de algunos miembros de la Iglesia Católica contribuyeron a mantener viva esa imagen.

Durante la Segunda Guerra Mundial, la Argentina mantuvo una posición neutral y recién en 1944, y a último momento, declaró con reticencias la guerra a Alemania. Terminado el conflicto, el país pronto se convirtió en un muy conocido asilo para criminales nazis, quienes se insertaban con facilidad en la amplia y próspera comunidad alemana. Joseph Mengele, Adolf Eichmann y muchos otros encontraron refugio en la Argentina.68

Durante el régimen de Onganía, la comunidad judía había sufrido, sobre todo, los ataques de un antisemita notorio, Enrique Horacio Green, jefe de policía y cuñado del presidente.69 Durante los años setenta, la campaña antijudía siguió creciendo sin encontrar obstáculos. Los ataques a los barrios predominantemente judíos de Buenos Aires y las bombas contra sinagogas, centros culturales, escuelas y bancos se convirtieron en cosa corriente. A lo largo de toda esta época la literatura antisemita circuló libremente y podía encontrársela prácticamente en todos los kioscos y librerías. Una editorial, Milicia, anunció con orgullo que había publicado diez libros nazis, todos los cuales se vendían en “cantidades impresionantes”.70

El hecho de tener antecedentes religiosos y culturales diferentes de los de la mayoría de la población hacía que los judíos constituyeran una categoría de “alto riesgo”; se convertían en probables chivos expiatorios. Las acusaciones contra ellos eran variadas y contradictorias: formaban parte de una conjura judío bolchevique, eran capitalistas que explotaban a los obreros o miembros de un complot sionista. El hilo conductor de estos diferentes argumentos era la visión de los judíos como foráneos, una amenaza para la vida económica, social y política del país.

Durante el gobierno de la junta el antisemitismo alcanzó nuevas cimas. Cuando los judíos eran secuestrados, a menudo se los interrogaba sobre el “Plan Andinia”, que supuestamente guiaba un intento de apoderarse de parte de la Patagonia a fin de colonizarla con inmigrantes de esa fe.71 Los detenidos judíos recibían tratamientos especiales: los guardias pintaban esvásticas en sus cuerpos, los obligaban a levantar la mano y gritar “¡yo amo a Hitler!” y los amenazaban diciéndoles que iban a “hacerlos jabón”. Les estaba especialmente dedicada una forma de tortura: el “rectoscopio”, consistente en un tubo con una rata en su interior que se introducía en el ano de la víctima o la vagina de la mujer. En su búsqueda de una salida, el animal comenzaba a roer los órganos internos de las víctimas.72 El clima de los campos es vívidamente transmitido por un sobreviviente que describe el caso de un judío apodado “Chango”, a quien el guardia solía sacar de su calabozo y obligaba a salir al patio: “Le hacían mover la cola, que ladrara como un perro, que le chupara las botas. Era impresionante lo bien que lo hacía, imitaba al perro igual que si lo fuera, porque si no satisfacía al guardia, éste le seguía pegando. […] Después cambió y le hacía hacer de gato”.73

En 1985, sobrevivientes judíos de los campos describieron sus experiencias ante la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (conadep). Una sobreviviente judía, Miriam Lewin de García, recuerda:

La actitud general era un profundo antisemitismo. En una oportunidad me preguntaron si entendía idisch, contesté que no, que sólo sabía pocas palabras. No obstante me hicieron escuchar un cassette obtenido en la intervención de un teléfono. Los interlocutores eran aparentemente empresarios argentinos de origen judío, que hablaban idisch. Mis captores estaban sumamente interesados en conocer el significado de la conversación. […] El único judío bueno es el judío muerto, decían los guardianes.74

Aunque es difícil conseguir datos cuantitativos confiables, hay acuerdo general en cuanto a que el porcentaje de judíos desaparecidos durante la represión —de cinco a diez por ciento— excede con mucho su representación en la población general, que ronda el uno por ciento. El Comité de Parientes de las Víctimas de la Represión, instalado en Israel, estima en mil quinientos el número de judíos desaparecidos.75

El escritor y filósofo argentino Marcos Aguinis señala: “Cuando las fuerzas de seguridad arrestan un judío, sea culpable o inocente, le hacen sufrir mayor ofensa  y tortura no sólo porque los excita el antisemitismo, sino porque este antisemitismo tiene la noble justificación de estar al servicio de la victoria occidental y cristiana”.76 Para la mentalidad del régimen, los judíos eran “foráneos”, extranjeros, que no se identificarían plenamente con la sociedad argentina: como tales, se los veía como sospechosos, peligrosamente cercanos a los “subversivos” a quienes la junta también consideraba como no argentinos y a los que estaba decidida a aniquilar.

Intentos de resistencia

Durante la dictadura, entre 1976 y 1983, la sociedad argentina estuvo en gran parte paralizada por el miedo. Los dirigentes de los partidos políticos y las organizaciones cívicas, culturales, sindicales y religiosas guardaron silencio, a pesar de las masivas violaciones de los derechos humanos dirigidas contra muchos de sus miembros. Pero en el nivel popular hubo intentos de resistencia. Los activistas gremiales, en particular, se opusieron a la supresión sistemática de los derechos que habían conquistado a través de largos años de luchas.

La represión a los trabajadores fue crucial para imponer las políticas económicas de las juntas. Como los salarios reales de aquéllos habían caído un cincuenta por ciento, el debilitamiento del poder de los sindicatos era una prioridad gubernamental. El Estatuto del Proceso de Reorganización Nacional suspendió todas las actividades sindicales. Prohibió las huelgas, anuló las negociaciones colectivas, autorizó el despido de trabajadores sin causa justificada y derogó las leyes referidas a la salud laboral. En las fábricas, la producción se colocó bajo el control de los militares.77

Los trabajadores pronto entraron en conflicto con el regimen militar y  llevaron su protesta a las organizaciones obreras internacionales. En Ginebra, el órgano rector de la Organización Internacional del Trabajo (oit), que vela por el derecho a constituir sindicatos independientes, trató el caso de la Argentina.  Seis meses después del golpe publicó una lista de sindicalistas desaparecidos y acusó a la junta de violar el derecho a la libertad de asociación. En mayo de 1978, pidió a la junta que explicara las causas de la gran cantidad de gremialistas desaparecidos y detenidos.78

De máxima importancia para consolidar el reino del terror era el control de los medios de comunicación; la población debía permanecer ignorante del verdadero curso de los acontecimientos, a fin de que no pudieran producirse protestas públicas. Aun antes del golpe, los sectores más importantes de la prensa habían sido puestos en vereda: los diarios y las revistas presentaban sólo una imagen positiva de la junta y exageraban la amenaza guerrillera. Pero Videla y sus aliados no querían correr ningún riesgo. Tan pronto como tomaron el poder, anunciaron penas de hasta diez años de cárcel para quien usara la prensa a fin de “publicar, divulgar o propagar noticias, comunicados o imágenes con el propósito de perturbar, perjudicar o dañar la reputación del accionar de las fuerzas armadas, las fuerzas de seguridad o la policía”. La represalia contra los periodistas que se atrevieron a expresar puntos de vista opuestos al gobierno fue feroz. Los periodistas extranjeros críticos de la versión oficial de los acontecimientos eran amenazados y se veían obligados a dejar el país.79

Sólo The Buenos Aires Herald, y de vez en cuando La Opinión, mencionaban las presentaciones de habeas corpus y otros recursos hechas por parientes de los desaparecidos. En medio de esta lúgubre situación, Rodolfo Walsh, un periodista muy respetado, puso en marcha una red de comunicaciones clandestinas para informar al pueblo de los abusos que se producían diariamente. Integrante de los Montoneros, Walsh se valió de sus destrezas periodísticas para organizar la Agencia de Noticias Clandestinas (ancla) y distribuir sus informes entre los diarios locales e internacionales y otros medios. En octubre de 1976 escribió y difundió un documento que daba información detallada sobre la Escuela de Mecánica de la Armada (esma) y analizaba los sucesos que habían culminado en el golpe y las medidas represivas de la junta.80 Walsh también creó un boletín clandestino, Cadena Informativa, cuyo primer número terminaba con un vigoroso llamado a la acción:

cadena informativa (ci) es uno de los instrumentos que está creando el pueblo argentino para romper el bloqueo de la información. ci puede ser usted mismo, un instrumento para que usted se libere del terror y libere a otros del terror. Reproduzca esta información por los medios a su alcance: a mano, a máquina, a mimeógrafo. Mande copias a sus amigos: nueve de cada diez las estarán esperando. Millones quieren ser informados. El terror se basa en la incomunicación. Rompa el aislamiento. Vuelva a sentir la satisfacción moral de un acto de libertad. derrote al terror. haga circular esta información.81

Un año después del golpe y un día después de haber enviado una carta abierta a la junta denunciando sus múltiples abusos, un grupo de tareas de la esma ametralló a Walsh en las calles de Buenos Aires. Lo llevaron a la Escuela de Mecánica, donde un prisionero vio su cadáver, acribillado a balazos.82

Los parientes de los desaparecidos se convirtieron en los críticos más abiertos y visibles del régimen. En las búsquedas incesantes de sus seres queridos —cuando recorrían comisarías, hospitales, ministerios, cuarteles militares, morgues e iglesias— comenzaron a reconocerse unos a otros. Las mismas caras aparecían en las interminables filas ante el Ministerio del Interior donde, increíblemente, el gobierno había abierto una oficina para registrar las denuncias de desapariciones. En las contadas ocasiones en que las autoridades los recibían, los familiares eran despedidos perentoriamente o reprendidos por haber criado a “subversivos”. Uno de los pocos lugares en que obtenían algún apoyo era la Liga Argentina por los Derechos del Hombre. Fundada en 1937, la liga era la organización de derechos humanos más antigua del país y estaba tradicionalmente vinculada al Partido Comunista; familiarizaba a los parientes con el recurso de habeas corpus y sugería fuentes de información y ayuda.

Hacia agosto de 1977 los parientes ya tenían su propia organización, la Comisión de Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas. En octubre el grupo redactó un petitorio en que enumeraba los nombres de cientos de individuos desaparecidos y detenidos y organizó su primera manifestación, en la que centenares de personas fueron apaleadas y arrestadas.83

Las Madres de Plaza de Mayo

Entre los familiares de los desaparecidos surgió un grupo de madres galvanizadas por una mujer de más de cincuenta años, Azucena Villaflor de DeVincenti, que había sufrido el secuestro de su hijo y su nuera.84 Su energía y carisma se convirtieron en fuentes de inspiración para las otras madres. Éstas empezaron a reunirse en su casa para redactar petitorios, recoger informaciones y plantar las semillas de su futura organización.

El 30 de abril de 1977, 14 madres se reunieron en la Plaza de Mayo, que es por tradición el centro de la vida cívica argentina.85 Al elegir ese lugar, las Madres se ponían a la vista de todos en un intento desesperado para llamar la atención sobre la situación de sus familias. Calificadas como Las locas de Plaza de Mayo,* rompieron la conspiración de silencio que se había extendido por el país y encontraron una forma de canalizar su desesperación y frustración en la acción. Luego de ese día, la Argentina ya no sería la misma.86

Las marchas de las Madres se convirtieron en un acto semanal, que se realizaba todos los jueves a las tres y media de la tarde. Obligadas a “circular” porque las disposiciones del régimen prohibían las reuniones públicas, solían caminar lentamente durante media hora. Cuando la policía trataba de intimidarlas y forzarlas a marcharse, se resistían y afirmaban su derecho a manifestar en nombre de sus hijos desaparecidos. Poco a poco su número empezó a aumentar y comenzaron a usar pañuelos blancos y mostrar fotos de sus hijos. Las mujeres pidieron a sus esposos que no se unieran a ellas en sus reuniones semanales, temerosas de que la presencia de los hombres empeorara la situación. María Adela Antokoletz recuerda: “Aguantábamos empujones, insultos, la embestida del ejército, los desgarrones de ropa y las detenciones. Pero los hombres no hubieran soportado una cosa así sin reaccionar, se hubieran producido incidentes; hubieran sido apresados por alteración del orden público y posiblemente no los volveríamos a ver más”.87

La publicación de solicitadas en los diarios para dar a conocer los nombres de los desaparecidos fue una de las principales actividades de difusión de las Madres. Los diarios cobraban tarifas bastante elevadas por estas solicitadas y pedían los domicilios certificados de diez de las firmantes, direcciones que posteriormente se entregaban a la policía.88 El 8 de diciembre de 1977, en una reunión realizada en la iglesia de la Santa Cruz a fin de recaudar fondos para publicar una solicitada, se produjo la irrupción de un grupo de tareas de la esma, que secuestró a nueve personas. Entre ellas estaba la hermana Alice Domon, una monja francesa que había trabajado con campesinos en algunas de las regiones más pobres de la Argentina y apoyaba la tarea de las Madres. En Buenos Aires, la hermana Domon había enseñado catecismo a niños con síndrome de Down, entre ellos uno de los hijos del general Videla.89 Otro partidario del grupo fue secuestrado en su casa. Y dos días después —el 10 de diciembre, día de los derechos humanos— corrieron la misma suerte Azucena Villaflor de De Vincenti y Léonie Duquet (otra monja francesa), que engrosaron las filas de los desaparecidos. Sobrevivientes de la esma testimoniaron haber visto a estas 12 personas en ese campo, donde fueron brutalmente torturadas.90

El secuestro de las dos monjas francesas se convertiría finalmente en un punto de unificación de la protesta internacional, que prosigue hasta hoy. El gobierno, que trató de achacar la desaparición a los Montoneros, mostró fotos de las monjas debajo de un falso cartel de esa organización. La hermana Domon fue obligada a escribir una carta en la que declaraba que estaba en “manos de un grupo armado” opuesto al gobierno.91 En realidad, el teniente Alfredo Astiz, un marino de 26 años, se había infiltrado en el grupo de las Madres con el pretexto de que era hermano de un desaparecido. Joven, de ojos azules y con apariencia inocente, se había ganado la confianza de Azucena y la hermana Domon. Tras acudir al encuentro en la iglesia de la Santa Cruz, Astiz alertó al grupo de tareas de la esma cuando la reunión estaba a punto de finalizar. La desaparición de Azucena no logró disuadir al grupo. “Fue una época difícil para nosotras, pero no nos quebramos. Ellos creían que había una sola Azucena, pero ella no era la única. Éramos centenares”, dijo Aída de Suárez, una de las Madres. La misma Azucena, de manera premonitoria, había dicho unos días antes de su secuestro: “Si me pasa algo, sigan adelante. No lo olviden”.92

Gracias a su decisión, valor e inteligencia, las Madres empezaron a granjearse el reconocimiento internacional y a recibir apoyo de gobiernos y organizaciones preocupados por los derechos humanos. Periodistas extranjeros cubrían a menudo sus marchas semanales; y en oportunidad del Campeonato Mundial de fútbol realizado en Buenos Aires en 1978, hicieron especial hincapié en ellas, lo que les brindó una exposición internacional instantánea. Las Madres se convirtieron en la conciencia moral del país y ganaron un espacio en la arena política, impugnando la idea de la impotencia de las mujeres y su subordinación a la familia y el estado.

Apoyo internacional a los activistas de los derechos humanos

A medida que las noticias de las desapariciones se difundían en el exterior, los gobiernos extranjeros y las organizaciones internacionales comenzaron a prestar más atención a la situación en la Argentina. En 1978, la Organización de los Estados Americanos (oea), a través de su Comisión Interamericana de Derechos Humanos (cidh), solicitó visitar el país para investigar las denuncias de desapariciones que llegaban a torrentes a su oficina de Washington. El gobierno argentino rechazó el pedido. En un encuentro en Roma durante la coronación papal de Juan Pablo ii, el vicepresidente norteamericano Walter Mondale presionó al general Videla para que aceptara la misión investigadora de la cidh. Como compensación, Mondale le ofreció la aprobación de unos préstamos que los Estados Unidos habían bloqueado a causa de las violaciones de los derechos humanos en la Argentina. Videla aceptó el trato y decidió tolerar la visita a cambio de los préstamos.93

En septiembre de 1979, la cidh fue a la Argentina. La gente hizo cinco cuadras de cola para presentar sus testimonios.94 En total, recibió 5.580 denuncias.95Durante su visita, la junta trató de “sanear” su imagen. Los detenidos de la esma fueron escondidos en otros centros o asesinados. Los generales lanzaron una campaña con el eslógan Los argentinos somos derechos y humanos,* de ubicua aparición en negocios, calcomanías para autos y anuncios callejeros. A pesar de estos esfuerzos, la comisión elaboró un documento devastador, que confirmaba las denunciadas violaciones de los derechos humanos y afirmaba inequívocamente que se habían pisoteado los derechos a la vida, la libertad, la seguridad, la integridad personal, la justicia, el debido proceso y la libertad de expresión. Declaraba además que las fuerzas de “seguridad” habían matado a millares de personas, indicaba que había una elevada cantidad de tumbas nn en los cementerios argentinos y estimaba urgente investigar, juzgar y castigar a los responsables.96

Sin embargo, la cidh tenía que someter su redacción final a la consideración del gobierno argentino. Como resultado de ello, la versión publicada no contenía todos los testimonios recogidos ni la lista de nombres de los agentes de seguridad involucrados en la represión.97 Pese a estos cambios, la junta prohibió la difusión del informe en la Argentina. Emilio Mignone, quien se encontraba en los Estados Unidos cuando fue publicado, se las arregló para entrar quinientos ejemplares al país.98 El informe de la oea, que fue un severo golpe a la credibilidad de la junta, contribuyó a fortalecer la moral de las familias de los desaparecidos.

También las Naciones Unidas recibieron miles de denuncias de los familiares de las víctimas. Cuando Theo van Boven, director del Centro de Derechos Humanos de la organización mundial, trató de averiguar reiteradas veces el destino de los desaparecidos, el gobierno argentino simplemente ignoró sus pedidos.99 Los gobiernos extranjeros también empezaban a preguntar qué había pasado con sus ciudadanos desaparecidos en la Argentina. Francia quería conocer la suerte corrida por Alice Domon y Léonie Duquet, las dos monjas francesas secuestradas en diciembre de 1977. En una reunión entre el almirante Massera y el presidente Valéry Giscard d’Estaing, en 1978, el primero admitió que ambas estaban muertas, y afirmó que las habían asesinado miembros del Primer Cuerpo de Ejército.100 El gobierno sueco siguió haciendo averiguaciones sobre Dagmar Hagelin, una joven sueco argentina de 17 años que había sido secuestrada y muerta a tiros por Alfredo Astiz y sus secuaces, en lo que parecía ser un caso de confusión de identidades.101

En 1977, Patricia Derian, subsecretaria de Estado de derechos humanos del presidente Carter, hizo varias visitas oficiales a la Argentina para inquirir sobre los desaparecidos. Los argentinos exilados, algunos de los cuales eran sobrevivientes de los campos, proporcionaban a las organizaciones internacionales y los gobiernos extranjeros información de primera mano acerca de las atrocidades del régimen. En 1979, un artículo publicado en el New York Times Magazine, escrito en colaboración por un científico argentino residente en los Estados Unidos y un periodista norteamericano, rompió por primera vez el silencio sobre la Argentina en la prensa internacional. Luego, en octubre del mismo año, tres mujeres que habían estado en la esma durante dos años realizaron una conferencia de prensa en la sede del Senado francés, en París, donde describieron las torturas que habían sufrido y los brutales actos que habían presenciado.102 El informe de 1980 de Amnistía Internacional acerca de los campos clandestinos de detención alertó a la comunidad de derechos humanos sobre la existencia de los campos de concentración. Como la presión internacional seguía creciendo, y consciente de la magnitud del perjuicio a la reputación de la Argentina en el mundo, la junta contrató a una empresa de relaciones públicas de Madison Avenue, Burston Marsteller, para limpiar su imagen.103

El apoyo internacional a las organizaciones de derechos humanos seguía en aumento. En 1980, miembros socialistas del Parlamento Europeo postularon a las Madres de Plaza de Mayo para el Premio Nobel de la Paz. Finalmente, éste fue otorgado a Adolfo Pérez Esquivel, un arquitecto que era el coordinador latinoamericano del serpaj, una de las organizaciones de derechos humanos con actividad en la Argentina. Éste fue otro golpe a la imagen internacional de la junta. Pérez Esquivel había estado encarcelado durante 14 meses, y tras su liberación estuvo otros 18 bajo vigilancia policial. Cuando la junta lo acusó de participar en actividades terroristas, como los secuestros y asesinatos de dirigentes empresarios y militares, hubo una protesta internacional. El canciller noruego Knut Frydenlund proclamó que el premio era “una inspiración para todos los que luchan por la protección de los derechos humanos”; la vicepresidente del Partido Laborista noruego, Gro Harlem Brundtland, afirmó que Pérez Esquivel cumplía un papel clave en el movimiento no violento contemporáneo; y Patricia Derian calificó la concesión del premio como una “advertencia para todos los países que aún apelan a la represión”.104 Pérez Esquivel, amigo de las Madres, anunció que les donaría el diez por ciento de los 212 mil dólares del Premio Nobel, con lo que ponía de relieve a la vez la importancia de su trabajo y el respeto con que las consideraban otros destacados activistas de los derechos humanos.105

El régimen empieza a desmoronarse

En el otoño de 1979, en un intento por borrar los resultados de sus actividades terroristas, la junta promulgó la ley n° 22.068, de “presunción de muerte”. Su intención era redefinir a los desaparecidos como oficialmente muertos pese a la ausencia de toda explicación sobre las circunstancias que habían rodeado su fallecimiento. También se promulgó otra ley que brindaba reparaciones económicas a las familias de los “muertos”. La pretensión de estas leyes era poner punto final a la discusión sobre las desapariciones y silenciar a los familiares de las víctimas, pero éstos y los grupos de derechos humanos las rechazaron rápidamente.106

Al régimen le resultaba cada vez más difícil ignorar las demandas de los varios organismos defensores de los derechos humanos y las presiones del exterior. Un signo del cambio de los tiempos fue una solicitada aparecida en Clarín,  en agosto de 1980. En ella se exigía información sobre los desaparecidos y estaba firmada por 175 destacadas personalidades; entre ellas se contaban Jorge Luis Borges, que antes había expresado su apoyo al golpe, y César Luis Menotti, director técnico del seleccionado nacional de fútbol y un héroe a los ojos de millones de argentinos. Apenas unos meses antes, esta actitud habría sido impensable.107

Pero fueron la crisis económica y la derrota en la guerra de las Malvinas las que finalmente decretaron la condena del régimen de las juntas. El gasto fiscal había hecho que la deuda externa trepara de 7.8 mil millones de dólares en 1975 a 45 mil millones en 1983. La desocupación era galopante y los salarios reales caían drásticamente.108 Las empresas estatales tomaban préstamos de bancos extranjeros y la especulación en los mercados internacionales provocaba la fuga de enormes sumas de dinero. Las mismas fuerzas armadas, a través de Fabricaciones Militares, eran el mayor empleador del país y producían bienes por un valor de dos mil doscientos millones de dólares (alrededor del dos y medio por ciento del producto bruto interno). A la vez, participaban directa y plenamente en las maniobras financieras que estaban arruinando el país.109

Las antiguas divisiones y rivalidades entre las distintas fuerzas se intensificaron. En 1979, el general Luciano Benjamín Menéndez, comandante del poderoso Tercer Cuerpo de Ejército, había montado una revuelta en Córdoba para protestar contra la decisión del gobierno de liberar a Jacobo Timerman, según lo ordenado por la Corte Suprema.110 Aunque el alzamiento fue sofocado, se trataba de una señal de que las diferentes facciones de las fuerzas armadas volvían a pelear por el control. Se había ahondado una desavenencia entre el almirante Massera y el general Videla y el gobierno perdía su dominio del país. Massera tramaba secretamente lanzar su propio partido político y convertirse en un “segundo Perón”, para lo cual había elaborado un plan por el que algunos montoneros detenidos en la esma trabajaban en su beneficio mientras él establecía contactos con dirigentes guerrilleros en el exilio.111 La segunda junta, que asumió el poder en marzo de 1981, sólo duró ocho meses; su presidente, el general Roberto Viola, sufrió el continuo trabajo de zapa del general Leopoldo Galtieri, quien sería el siguiente jefe del ejecutivo.

El 30 de marzo de 1982, la cgt Brasil, encabezada por Saúl Ubaldini, organizó una huelga y una manifestación a la que concurrieron millares de personas. Durante varias horas, los manifestantes combatieron con la policía para protestar por la dura situación económica y exigir que las autoridades revelaran el destino de los desaparecidos.112 Anteriormente, la cgt había mantenido un notorio silencio, aun cuando los trabajadores habían sido uno de los principales blancos de la represión. Sólo un año antes, Ubaldini se había negado a firmar un documento que las Madres hacían circular. Nora de Cortiñas recuerda:

Yo le fui a pedir a Saúl Ubaldini, en 1981, la firma para un reclamo. Estaba reunido con toda la cúpula de la entonces cgt Brasil y él me dijo: “Sí, señora, comprendo todo, pero yo no puedo firmar como cgt”. Entonces le pregunté: “Señor Ubaldini, ¿por qué no firma a título personal?” “Y… no, señora, a título personal no voy a poder…” Entonces, a cada uno de los dirigentes sindicales que estaban reunidos les pedí el apoyo para la petición, pero ninguno firmó.113

El golpe final al régimen fue el fiasco de la guerra de las Malvinas.  El 2 de abril de 1982, en una jugada concebida para ganar el apoyo popular y desviar la atención de la crisis económica, la Argentina invadió las islas. Al creer que los británicos no se molestarían en despachar tropas desde el otro lado del mundo y que su íntima relación con la administración Reagan garantizaría el respaldo estadounidense, el general Galtieri cometió un grave error de cálculo. Aunque Galtieri había sido de utilidad al disponer que los militares argentinos brindaran instrucción a los contras nicaragüenses en Honduras, el presidente Reagan se puso del lado de su amiga Margaret Thatcher, impuso sanciones económicas a la Argentina y suministró a los británicos la tecnología necesaria para detectar el movimiento de tropas argentinas en las islas y asegurar la victoria de Thatcher.114

El 14 de junio, dos meses y medio después de la invasión —la primera guerra “real” que los militares argentinos habían librado en un siglo—, la Argentina se rindió. Esta última aventura de los generales costó la vida a un millar de argentinos y doscientos cincuenta británicos. Poco después, el general Galtieri renunció, una cuarta junta asumió el poder y el general Reynaldo Benito Bignone se convirtió en presidente provisional. Las presiones favorables al retorno a un gobierno civil comenzaban a rendir sus frutos. En julio se levantó la proscripción de la actividad política y se permitió que los partidos realizaran concentraciones públicas. En octubre de 1982, los grupos de derechos humanos organizaron una marcha nacional con fuerte participación de dirigentes políticos, sindicales y religiosos. Pese a la prohibición oficial, la “Marcha por la Vida” atrajo a más de diez mil personas; el gobierno pronto anunció que las elecciones se realizarían en octubre de 1983.115

En abril de 1983, las fuerzas armadas, al comprender que el fin estaba cerca, publicaron el “Documento final de la Junta Militar sobre la guerra contra la subversión y el terrorismo”, que defendía su accionar genocida y distorsionaba la historia de los siete años pasados. El documento causó indignación tanto en el país como en el extranjero. En junio, las organizaciones de derechos humanos convocaron a una marcha de protesta contra el “Documento final”, en la que participaron cincuenta mil personas. En septiembre, el gobierno promulgó el decreto ley 22924, popularmente llamado “ley de autoamnistía”, que extinguía las acciones penales para los crímenes cometidos por las fuerzas armadas en los nueve años pasados.116

Al acercarse las elecciones, los partidos políticos incluyeron en sus plataformas un rechazo explícito de la doctrina de la seguridad nacional. Raúl Alfonsín, el candidato de la Unión Cívica Radical, declaró que, en caso de ser elegido, no transigiría en el tema de los derechos humanos y anularía la ley de autoamnistía.117

La Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas

y el juicio a las juntas

Con una plataforma fuertemente basada en los derechos humanos, Alfonsín ganó cómodamente las elecciones, con el 52 por ciento de los votos. Asumió el gobierno el 10 de diciembre de 1983, aniversario de la firma de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Poco después, envió al congreso un proyecto de ley que declaraba nula la ley de autoamnistía; al mismo tiempo, creó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (conadep). Su misión era investigar las desapariciones y proporcionar la información necesaria para procesar a los responsables. Los grupos de derechos humanos habían impulsado la formación de una comisión parlamentaria que tuviera la facultad de decretar la comparecencia de testigos pero la conadep carecía de la facultad de obligar a testificar. Las fuerzas armadas, e incluso algunos jueces, se negaron a cooperar con ella.

Tras nueve meses de investigaciones y entrevistas con millares de testigos, la conadep entregó al presidente Alfonsín cincuenta mil páginas de testimonios. Un libro de quinientas páginas, Nunca más, documentó los métodos utilizados para aterrorizar a la población; tanto esta obra como el volumen que la acompañaba, que enumeraba los nombres de 8.961 desaparecidos, se publicaron en 1984. De acuerdo con el informe, el setenta por ciento de los desaparecidos eran hombres y el treinta por ciento mujeres; tres por ciento eran embarazadas. La gran mayoría (81 por ciento) eran jóvenes, de entre 16 y 35 años; los estudiantes y los trabajadores manuales y administrativos constituían el setenta por ciento de las víctimas. La conadep reconocía que la cantidad de desaparecidos superaba con mucho el número de casos investigados. Graciela Fernández Meijide, secretaria de la comisión, informó que ésta procesó sólo el treinta por ciento del material recibido durante sus nueve meses de actividad.118

La cifra total fue sumamente discutida. Emilio Mignone, del cels, investigó casos en los que era posible conocer la identidad del desaparecido y comprobó que sólo la mitad se habían denunciado, a causa del miedo, la ignorancia, el aislamiento, la carencia de recursos o la falta de esperanzas.119  Varios organismos de derechos humanos estimaban que el número de desaparecidos era 30,000. En las primeras semanas de su publicación, se vendieron más de doscientos mil ejemplares de Nunca más. Lamentablemente, éste no contenía los nombres de los represores, pero el presidente Alfonsín recibió una lista con 1.351 de ellos, que luego publicó la revista El Periodista de Buenos Aires, en noviembre de 1984.120 A pesar de sus limitaciones, Nunca más fue una poderosa acusación pública contra los militares y la doctrina de la seguridad nacional. Pocos días después de asumir la presidencia, Alfonsín anunció que los nueve miembros de las primeras tres juntas, a quienes consideraba los mayores responsables de la represión, serían juzgados por tribunales militares. Pero los organismos de derechos humanos no confiaban en que los militares juzgaran a sus pares; más importante aún, querían que fueran juzgados por la justicia civil a fin de afirmar el principio de igualdad ante la ley. Al mismo tiempo, el presidente Alfonsín envió a juicio a siete miembros de dos grupos guerrilleros, el erp y los Montoneros, que fueron acusados de “actividades terroristas”.

Alfonsín presentaba así un tema en el que seguiría insistiendo durante algunos años: la teoría de los “dos demonios”. Según esta concepción, los guerrilleros* y los militares eran igualmente responsables de actos criminales, y unos y otros merecían un castigo. Los activistas de los derechos humanos señalaban que la teoría de los dos demonios abría la puerta a la justificación de toda clase de abusos por parte del estado. Sostenían que éste sólo debía actuar dentro del marco de la ley y los principios morales; por otra parte, destacaban que cuando el estado comete delitos, las víctimas se encuentran totalmente indefensas, sin recurso alguno.121

Tal como lo habían previsto los grupos de derechos humanos, el juicio a los militares por parte de sus pares se convirtió rápidamente en una farsa. Tras meses de dilaciones, el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas se negó a juzgar a las juntas e incluso trató de justificar su accionar. Alfonsín y sus asesores admitieron haber cometido un “error histórico” al esperar que los cuadros militares estuvieran dispuestos a castigar a sus propios colegas. El juicio se trasladó entonces a la justicia civil.122

El juicio civil a los miembros de las tres juntas se inició oficialmente en abril de 1985. Durante cinco meses, las sesiones de lo que en la Argentina dio en llamarse “el juicio del siglo” electrizaron al país. A lo largo de este tiempo, bombas, amenazas y declaraciones hostiles de parte de los militares crearon un clima de tensión e incertidumbre política. El fiscal, doctor Julio César Strassera, y su asistente, el doctor Luis Moreno Ocampo, presentaron 711 cargos contra los generales por asesinato, detención ilegal, tortura, violación y robo. El tribunal escuchó los testimonios de más de ochocientas personas, incluyendo a sobrevivientes de los campos de detención, familiares de los desaparecidos, ex miembros del gobierno peronista, dirigentes sindicales, oficiales militares, activistas de los derechos humanos, miembros de organizaciones internacionales, peritos científicos y representantes de gobiernos extranjeros.123

Strassera caracterizó las acciones contra las organizaciones guerrilleras como “feroces, clandestinas y cobardes”. Señaló que, al renunciar a los principios éticos, el estado había creado su propia clase de terrorismo y reproducido en sí mismo los males que intentaba combatir: “¿Y qué hizo el Estado para combatirlos [a los guerrilleros]? Secuestrar, torturar y matar en una escala infinitamente mayor”. Y se preguntó: “¿Cuántas víctimas de la represión eran culpables de actividades ilegales? ¿Cuántas, inocentes? Jamás lo sabremos, y no es culpa de las víctimas”.124 En uno de los momentos más dramáticos del juicio, el abogado de uno de los generales le preguntó a Magdalena Ruiz Guiñazú,  conocida periodista radial e integrante de la conadep, si conocía a alguna persona inocente que hubiera sido perseguida. En su declaración de dos horas y media en el estrado de los testigos, ella dirigió la atención de la corte hacia las desapariciones de niños; su testimonio se siguió en un profundo silencio.125

Strassera cerró su alegato con una frase, hoy famosa en la Argentina: “Señores jueces, quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: nunca más”. Sus palabras suscitaron una salva de aplausos y vítores tan grande que hubo que desalojar la sala y se vedó el acceso público a las audiencias. Cinco generales fueron condenados a penas que iban desde cuatro años y medio de cárcel hasta prisión perpetua, y otros cuatro fueron declarados inocentes. Los nueve fueron absueltos de los cargos de robo de menores y sustitución de identidad, lo que los liberaba de toda responsabilidad por la desaparición de cientos de niños.126

El resultado del juicio no satisfizo a las organizaciones de derechos humanos, que consideraron insuficiente y hasta peligroso el castigo, porque podía contribuir a sentar las bases de una cultura de la impunidad. Las fuerzas armadas, en contraste, exigieron la exoneración de todos los acusados, a quienes describían como mártires y participantes en una “guerra santa”. Sin embargo, el juicio estableció con claridad la responsabilidad de los militares en las incontables violaciones de los derechos humanos que se habían producido, y fue la señal de un nuevo clima político: por primera vez en la Argentina, miembros de las fuerzas armadas habían sido llevados a juicio y condenados.

Las leyes de amnistía

Tras el juicio a los integrantes de las juntas, estaba previsto que también fueran juzgados cientos de miembros de las fuerzas armadas acusados de “cumplir órdenes”. Las amenazas al gobierno proseguían. En un esfuerzo por pacificar a los militares, el presidente Alfonsín envió al congreso un proyecto de ley que establecía un plazo máximo de sesenta días para iniciar nuevos procesos. La ley, aprobada el 24 de diciembre de 1986, se conoció como punto final.* Los únicos casos excluidos eran los delitos de sustitución de estado civil y de sustracción y ocultación de menores.

La ley de punto final* suscitó un vendaval de actividad entre las víctimas y los grupos de derechos humanos, que trataron de presentar nuevas acusaciones dentro del plazo de sesenta días establecido. Al final de éste, todo parecía indicar que más de cien oficiales serían llevados a juicio.127 Uno de los oficiales acusados de delitos en la provincia de Córdoba, el mayor Ernesto Barreiro, se negó a presentarse ante la corte y su regimiento lo respaldó. Esto prendió la mecha de la rebelión militar en Buenos Aires y un grupo, conducido por el teniente coronel Aldo Rico, se levantó en armas contra el gobierno con la exigencia de una ley de amnistía. Los rebeldes, a quienes se conocía como carapintadas*  se convirtieron rápidamente en una fuente de implacable hostilidad al presidente Alfonsín. El gobierno convocó a la ciudadanía en su apoyo. Cientos de miles de personas manifestaron en las calles su respaldo al gobierno democráticamente elegido y cerca de cincuenta mil se apostaron ante las instalaciones militares donde los rebeldes habían establecido su cuartel general. El Domingo de Pascua, 19 de abril de 1987, el presidente Alfonsín anunció que se había reunido con los rebeldes y que éstos aceptaban deponer las armas.128

Poco después, Alfonsín envió al congreso otra ley, que otorgaba inmunidad a un mayor número de acusados potenciales y abarcaba casi todos los delitos cometidos durante la guerra sucia. La nueva ley, de obediencia debida,* sólo exceptuaba de la amnistía “los delitos de violación, sustracción y ocultación de menores o sustitución de su estado civil y apropiación extorsiva de inmuebles”.  Pero ni siquiera las dos leyes de amnistía de Alfonsín eran suficientes para los militares. En 1988 se produjeron otros dos levantamientos de los carapintadas,* que resultaron en más negociaciones y compromisos. En enero, Aldo Rico volvió a rebelarse, pero la mayoría de los militares se mantuvieron leales al gobierno y la insurgencia se desinfló. En diciembre, Rico y otro oficial, el coronel Mohamed Alí Seineldín, desafiaron una vez más al gobierno. Exigían mejores salarios para las fuerzas armadas y el reconocimiento de la legitimidad de los actos de las juntas en la “lucha contra la subversión”. Este último levantamiento fue sofocado mediante el esfuerzo conjunto de los civiles, la policía y las fuerzas leales. Sin embargo, el presidente Alfonsín incrementó la provisión de fondos para el ejército y concedió un aumento salarial a las fuerzas armadas.129

En enero de 1989, cincuenta miembros de un pequeño grupo izquierdista, el Movimiento Todos por la Patria, atacó los cuarteles del ejército en La Tablada, provincia de Buenos Aires. Fue un sangriento enfrentamiento por parte de ambos bandos: murieron nueve soldados y dos miembros de la policía provincial, así como 28 atacantes. 18 de los asaltantes fueron detenidos. Algunos fueron muertos tras su rendición y otros desaparecieron, con lo que volvió a cernerse el espectro de las violaciones militares de los derechos humanos. Como resultado del episodio, el presidente Alfonsín aumentó el poder de las fuerzas armadas en asuntos de seguridad interior y redactó una ley que limitaba la libertad de expresión.130

Los indultos presidenciales

La hiperinflación, los disturbios en procura de alimentos y una sensación general de desesperanza con respecto a la economía del país obligaron al presidente Alfonsín a dejar su cargo cinco meses antes de lo previsto.  El nuevo presidente, Carlos Saúl Menem, era miembro del partido peronista, y fue aún más lejos que Alfonsín en sus intentos de apaciguar a los militares. En octubre de 1989 indultó a los oficiales de alto rango que no habían sido amparados por las leyes anteriores, y se adelantó con ello a cualquier investigación o condena ulteriores. Hizo lo mismo con los oficiales carapintadas* que habían planeado los levantamientos contra Alfonsín. Y en diciembre de 1990 indultó a todos los miembros de las juntas juzgados en 1985 y que aún cumplían sus sentencias. Para que estas medidas en favor de los militares fueran más digeribles, también indultó a un líder montonero, Mario Firmenich, que había sido sentenciado a treinta años de cárcel.131

La justificación racional del presidente Menem consistía en que era tiempo de unificar el país y avanzar hacia la reconciliación. Pero el ochenta por ciento de la población estaba en contra de los indultos. Los grupos de derechos humanos, dirigentes políticos y organizaciones sindicales protestaron contra la medida del presidente, en tanto los primeros convocaban a manifestaciones pacíficas. El 30 de diciembre, en el peor momento del año y prácticamente sin tiempo para organizarla, ochenta mil personas asistieron a una concentración en Buenos Aires para protestar contra la decisión del presidente Menem.132 Los oficiales indultados no sólo no expresaron ningún pesar por sus actos, sino que consideraron los indultos como un paso hacia su plena reivindicación. Apenas 24 horas después de dejar la prisión, el general Videla exigió un perdón de parte de la sociedad y el pleno reconocimiento por su trabajo en favor de la “democracia”.133

Las leyes de amnistía y los indultos presidenciales transformaron en una ficción la reparación legal de la mayoría de las violaciones de los derechos humanos.  Estas medidas abrieron el camino a la impunidad y sus consecuencias influencian la vida cotidiana y la cultura política de la Argentina de hoy.  Los grupos de derechos humanos consideran la anulación de estas leyes una condición necesaria para el desarrollo de una sociedad democrática en la Argentina y continuan trabajando para que ésto suceda.