Capítulo 5

5

Mentes cautivas, vidas cautivas

La esfera de acción más efectiva para el éxito […] será la afectiva. Las emociones y los sentimientos  privarán y prevalecerán sobre lo intelectual; dirigidas  al subconsciente actuarán sobre el juicio crítico oriéntandolo  hacia determinados  efectos prefijados.

Manual de las Fuerzas Armadas Argentinas 

sobre “Operaciones psicológicas”

Como vimos en capítulos anteriores, la separación de los niños de sus familias legítimas fue una de las estrategias del régimen militar. Orientada a resocializar a los niños y aterrorizar a sus familias, la técnica fue estremecedoramente eficaz. Tras la caída del régimen, las Abuelas comprobaron que algunos de los secuestradores habían dejado el país y vivían en el extranjero con los niños. Las Abuelas solicitaron que las Naciones Unidas investigaran estas segundas desapariciones, insistieron en la diferencia entre apropiación y adopción y alertaron sobre los riesgos que las apropiaciones planteaban a la salud física y mental de los niños.

La idea de separar a los niños de sus familias por razones políticas a fin de suprimir su identidad no era nueva. Durante la Segunda Guerra Mundial, los nazis secuestraron a niños polacos, checos, yugoslavos y rusos y los entregaron a familias alemanas. Sólo de Polonia se llevaron a más de doscientos mil niños. Los supervivientes describieron métodos similares a los descubiertos por las Abuelas. “Se utilizaron métodos psicológicos para que un niño olvidara e incluso odiara a sus padres; […] el objetivo era generar en él un sentimiento de inferioridad con respecto a sus orígenes y de gratitud hacia los alemanes que lo habían rescatado de la degeneración del medio ambiente de su hogar.”1

Al final de la guerra, los Aliados omitieron devolver a esos menores “adoptados” a sus países de origen, con el argumento de que la mejor forma de beneficiarlos era dejarlos donde estaban. Surgieron inquietudes sobre la forma en que sufrirían los niños si se generaban “nuevos dramas” y se los sacaba de familias en posición acomodada para entregarlos a otras más pobres, lo cual posibilitó que permanecieran en Alemania. Sólo se repatrió al 15 por ciento de los niños polacos arrebatados a sus familias para germanizarlos. Cuando algunas de las adopciones se recusaron en los tribunales, muchos de los jueces ⎯ellos mismos ex nazis⎯ se pusieron del lado de las familias alemanas y fallaron en contra de la restitución. El último menor polaco repatriado, en 1953, hizo públicas ulteriormente las siguientes reflexiones: “Me había convertido en un nazi fanático. Lloré enfurecido cuando colgaron a los hombres condenados en el juicio de Nuremberg. Pasaron años antes de que dejara de odiar a los polacos, como me habían enseñado, y a los franceses, que ocuparon nuestra ciudad de Coblenza”.2

Más recientemente, en la década del setenta, las autoridades alemanas orientales declararon que los padres que trataban de huir hacia Occidente o eran culpables de espionaje no eran idóneos para criar a sus hijos; éstos se entregaban en adopción a familias oficialmente aprobadas. “Hoy resulta claro que el estado actuó como un secuestrador”, dijo en 1991 Thomas Krueger, ministro de la juventud de Berlín.3

El caso de los niños Finaly en Francia, después de la Segunda Guerra Mundial, tiene una llamativa semejanza con la situación de algunos de los niños en la Argentina. Los Finaly eran judíos austríacos que se refugiaron en Francia, donde nacieron sus dos varones a fines de la década del treinta. En 1944, la Gestapo arrestó a la pareja y la deportó a Alemania. Los dos niños fueron enviados a una guardería de Grenoble, cuyo director se interesó especialmente en ellos y los hizo bautizar como católicos. Al término de la guerra, cuando parientes de los niños que vivían en Nueva Zelandia e Israel trataron de reclamarlos, su custodio se negó a devolverlos. Pasaron años de interminables procesos legales mientras los chicos crecían como católicos, ignorantes de su historia familiar. Cuando el Congreso Judío Mundial y la Iglesia Católica llegaron finalmente a un acuerdo sobre su custodia, no hubo manera de encontrarlos. Su custodio y apropiador los había llevado clandestinamente a la España de Franco. Durante los siguientes cinco meses, su caso estuvo en los titulares de todos los grandes diarios franceses, mientras se desconocía su suerte. Por fin, en junio de 1953, ocho años después de que sus parientes iniciaran su búsqueda, los niños fueron hallados; previamente, los tribunales de Grenoble habían reconocido que habían sido secuestrados, y a fines de julio se reunieron con su familia en Israel. Ya adultos, expresaron su satisfacción por haber sido criados por sus familiares y tenido la oportunidad de volver a la fe judía.4

En Australia y Estados Unidos, los pueblos indígenas sufrieron durante mucho tiempo intentos semejantes del grupo dominante por absorber a sus niños. En Australia, algunos de ellos eran tan pequeños cuando se los llevaron que no recordaban de dónde provenían ni quiénes eran sus padres. El gobierno blanco, que consideraba el modo de vida aborigen como una “amenaza positiva para el estado”, decidió que los niños debían adoptar los valores y el sistema de creencias de la cultura blanca dominante. Leyes y procedimientos autorizaban su traslado sin el consentimiento paterno, si ello iba en beneficio del “bienestar moral o físico del menor”: era responsabilidad de los padres demostrar “que un niño tenía derecho a estar con ellos, y no a la inversa”. Un niño podía ser apartado de su familia por el mero hecho “de ser aborigen”.5 Separados de sus familias y sus comunidades, muchos niños se avergonzaban del color de su piel y caían en una vida de aislamiento, desesperación y alcoholismo. Estas prácticas terminaron supuestamente en 1969 con la abolición de la Junta de Bienestar de los Aborígenes, pero durante este siglo el gobierno apartó de sus familias a uno de cada seis o siete niños aborígenes. En 1997, una investigación encargada por el gobierno admitió que la práctica había sido genocida. El informe hablaba de la creación de una “generación robada”: niños aborígenes de piel clara habían sido entregados en adopción a familias blancas, en tanto que los de piel oscura tenían como destino los orfanatos. El informe recomendaba que se celebrara un día de luto nacional y que el gobierno compensara a todos los afectados.6

En los Estados Unidos, los niños americanos nativos recibían adoctrinamiento a fin de subordinarlos a la mayoría blanca. En muchas reservaciones era obligatoria la concurrencia a las escuelas misioneras. Los niños estaban obligados a recibir instrucción en cristianismo e inglés, a la vez que estaban prohibidas la religión y las lenguas indígenas. Cuando en 1886 el comisionado norteamericano de asuntos indios comprobó que, en palabras de un estudioso reciente, las escuelas de día “permitían a los alumnos demasiada proximidad con sus familias y comunidades, y con ello una interacción continua con sus propias culturas”,7 el gobierno abrió internados donde los niños podían quedar efectivamente aislados de su cultura de origen. No se permitía que visitaran sus hogares; y una vez terminada su formación, se los colocaba durante tres años en casas de familias blancas. El sistema funcionó con frecuencia de acuerdo con lo previsto y los niños sólo volvían a ver a sus verdaderas familias cuando a los 17 ó 18 años se los enviaba a sus comunidades. Sus largos años de alejamiento hacían de muchos de ellos parias funcionales; en algunos casos se convertían en agentes de la estructura de poder blanco y trataban de “socavar y en última instancia reemplazar las formas tradicionales poseídas por sus pueblos”.8

El artículo ii de la Convención de las Naciones Unidas sobre la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio define este último de la siguiente manera:

El genocidio comprende cualquiera de los siguientes actos, cometidos con la intención de destruir como tal, totalmente o en parte, un grupo nacional, étnico, racial o religioso: a) asesinar a integrantes del grupo; b) causar un grave daño corporal o mental a los integrantes del grupo; c) imponer deliberadamente al grupo condiciones de vida calculadas para provocar su destrucción física total o parcial; d) imponer medidas destinadas a impedir los nacimientos dentro del grupo; e) trasladar por la fuerza a niños del grupo a otro grupo [subrayado de la autora].9

Según esta definición, hubo al parecer un genocidio en todos los casos antes analizados, excepto en el de Alemania Oriental. Sin embargo, algunos han criticado a las Naciones Unidas por definir el genocidio de manera demasiado restringida, ya que sostienen que también hay que incluir a los grupos políticos en la lista de víctimas posibles. Si se aceptara esta definición más amplia, el caso alemán oriental, en el que los niños fueron entregados a familias elegidas por el estado, también encajaría.10

En la Argentina, las organizaciones de derechos humanos utilizan a menudo el término genocidio para calificar los crímenes cometidos por el estado. Como hemos visto, los niños fueron separados por la fuerza de sus familias, y sus padres, los así llamados subversivos, desaparecieron. El informe de la onu sobre la desaparición de menores en la Argentina (analizado más adelante) no llega a considerar “genocidio” este caso, pero afirma que “las actividades de los apropiadores pueden compararse con las descriptas en la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio” (subrayado mío). El informe no sólo exhortaba a promulgar una legislación interna eficaz en relación con los niños cautivos, sino que también hacía un llamado a la cooperación internacional para elaborar mecanismos que ayudaran a encontrar a los menores que estaban fuera de la Argentina y restituirlos a sus familias legítimas.11

Segunda desaparición*

En la Argentina, las demoras y obstáculos judiciales que enfrentaron las Abuelas luego de localizar a los niños robados posibilitaron que se produjera otra forma de abuso. En varios casos, los secuestradores huyeron a otros países con los niños. Las Abuelas acuñaron la expresión segunda desaparición* para describir este nuevo giro de los acontecimientos. Hacia 1987, sabían que al menos siete niños habían sido llevados de la Argentina a Paraguay, donde vivían con sus captores.12 Paraguay estaba gobernado entonces por la dictadura más longeva del hemisferio, el régimen notoriamente corrupto del general Alfredo Stroessner, que se extendió entre 1954 y 1989. Paraguay era uno de los integrantes de la Operación Cóndor, la red de fuerzas de seguridad del cono sur que colaboraban para asegurar el secuestro de “subversivos” y su retorno forzado a sus países de origen.13 Era un hecho descontado que el Paraguay, famoso por sus abusos contra los derechos humanos, se pondría del lado de los secuestradores. Era uno de los lugares más apropiados para que éstos se ocultaran.

Así, el médico militar Norberto Atilio Bianco y su esposa, Nilda Susana Wherli (véase el capítulo 1), huyeron a Paraguay en 1986 luego de que las autoridades argentinas ordenaran un análisis genético para establecer la identidad de los dos niños que reclamaban como propios. Sobre el mayor Bianco pesaba la acusación de haberlos secuestrado luego de su nacimiento en el hospital de Campo de Mayo, durante el cautiverio de su madre. El juez a cargo del caso viajó a Paraguay, donde solicitó la extradición de los apropiadores y la restitución de los niños a sus familias legítimas. Las autoridades de ese país no permitieron que ni él ni el embajador argentino vieran a los niños o a sus captores. Tras acusar a las Abuelas de inclinaciones marxistas leninistas típicas de los grupos “subversivos”, el fiscal general proclamó:

Los paraguayos somos por naturaleza contrarios a las presiones […] en el ejercicio de la defensa de los DERECHOS HUMANOS de los reclamados DEBE NEGARSE LA EXTRADICIÓN […] tiene razón la defensa cuando califica de persecución política. […] Debe evitarse la intromisión de las “Abuelas de Plaza de Mayo” en los asuntos judiciales de nuestro país. Es grande su influencia como grupo de presión en la República Argentina, pero aquí debe ser rechazada, en respeto a nuestra soberanía política, basada en la no injerencia de asuntos internos y la autodeterminación de los pueblos.14

A instancias de las Abuelas, el delegado argentino ante la oea, Leandro Despouy, denunció la segunda desaparición de niños argentinos. Despouy instó a la oea a ampliar la Convención Panamericana de Derechos Humanos a fin de brindar mayor protección a los derechos de los menores, e invocó también el Tratado de Montevideo, que establece la extradición de las personas acusadas de secuestro. Recién a principios de 1997 el mayor Bianco y su esposa fueron finalmente extraditados.15

En las Naciones Unidas, las Abuelas instaron a la Comisión de Derechos Humanos a constituir un grupo de expertos que investigara la situación y tomara medidas para que no hubiera más segundas desapariciones; los 43 países componentes de la comisión aceptaron por unanimidad conformar ese grupo.16 El Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas, que adhirió a la decisión de la comisión, autorizó al secretario general a proporcionar toda la asistencia necesaria para su implementación. En abril de 1988 se puso a Theo van Boven, un diplomático holandés y ex director del Centro para los Derechos Humanos de la onu, a cargo de la tarea.17 Van Boven procedió a informar a los gobiernos argentino y paraguayo de sus planes de visitar ambos países y solicitó la cooperación de las autoridades. El gobierno argentino respondió afirmativamente a su solicitud, pero su par paraguayo le hizo saber que “la cuestión de los niños está en examen en los tribunales, y en estas circunstancias una visita a Paraguay no es oportuna porque podría considerarse como una interferencia en el proceso judicial”.18 Por consiguiente, el informe de la onu sobre la situación de los niños se basó únicamente en la visita de Van Boven a la Argentina, incluidas las consultas que hizo allí con miembros de las organizaciones de derechos humanos, psicólogos, profesionales de la salud y funcionarios gubernamentales. Van Boven confirmó plenamente los puntos de vista de las Abuelas:

En los procedimientos judiciales, la rapidez y eficacia en el trámite de la prueba y en la ejecución de las medidas de reintegración del menor a su familia legítima dependieron de los jueces que tuvieron a su cargo los procedimientos. Algunos actuaron diligentemente, pero muchos dilataron innecesariamente las causas poniendo trabas procesales y negándose a ejecutar medidas solicitadas por los familiares de los niños. A menudo, pasaron años hasta que los jueces ordenaron las pruebas hemogenéticas que habrían de determinar la verdadera identidad del niño, poniendo así en evidencia que se habían cometido los delitos de sustracción, retención y ocultamiento de menor, supresión de estado civil y otros tales como la falsificación de instrumento público, pues los apropiadores, en general, inscribieron a los niños como propios y falsificaron los documentos necesarios para establecer su identidad.

Varios jueces omitieron tomar las medidas necesarias para impedir que los presuntos apropiadores se fugaran, abandonaran el país o se ocultaran, sustrayéndose así a su jurisdicción. En casos en que las medidas fueron ordenadas, las instituciones o fuerzas encargadas de la vigilancia de esas personas no parecen haber ejecutado con eficacia las órdenes judiciales, pues varios de los apropiadores lograron salir del país y actualmente residen en el Paraguay, donde han llevado a los niños.19

Las autoridades argentinas cuestionaron el informe Van Boven, e instados por ellas varios miembros de la Comisión de Derechos Humanos también lo objetaron, lo cual impidió que se sometiera a la amplia discusión y atención general que merecía.20 En el plano nacional, las Abuelas pidieron al presidente Alfonsín, en noviembre de 1988, que presionara al gobierno paraguayo y designara a un defensor público especial a fin de acelerar los trámites legales en representación de los menores desaparecidos. El resultado de ello fue la creación de una comisión integrada por cuatro fiscales federales, con la misión de colaborar en la investigación y resolución de estos casos.21

Dos historias, en particular, despertaron una considerable atención de los medios debido a las trascendentes y complejas cuestiones éticas y políticas que planteaban. Los casos de Mariana Zaffaroni y los mellizos Gonzalo y Matías Reggiardo Tolosa ilustran los trágicos efectos del letargo judicial en la vida de estos niños y sus familias legítimas. Al crecer en las casas de sus secuestradores y empaparse de sus valores, estos niños quedaron colocados en una situación intolerable. Como carecían de la información y el apoyo que les habría proporcionado una visión alternativa del mundo, sus experiencias de vida fueron moldeadas por las comunidades militar y policial en que estaban inmersos. Los represores, que intentaron hacerlos suyos y convertirse en los “nuevos padres” que había imaginado el general Camps, llevaron a los niños a rechazar con violencia los valores e ideales de sus familias legítimas. Uno de los líderes de una rebelión contra el gobierno de Alfonsín en 1987, el coronel Mohamed Alí Seineldín, reconoció lo que había ocurrido: “Hicimos lo mejor que se podía hacer por ellos, les dimos nuestros  hogares, nuestras propias familias”.22 Y los jovencitos incorporaron la visión del mundo de los represores.

Piezas de un rompecabezas

Mariana Zaffaroni tenía 18 meses cuando fue secuestrada junto con sus padres en San Isidro, un suburbio de Buenos Aires, en septiembre de 1976. La familia había buscado refugio en la Argentina debido a la persecución motivada por sus actividades políticas en su país natal, Uruguay. Su desaparición en la Argentina es otro ejemplo de la forma en que las fuerzas represivas de los dos países coordinaban su accionar terrorista.

Las dos abuelas, Marta Zaffaroni en Brasil y María Ester Gatti en Uruguay, fueron participantes muy activas de la organización de las Abuelas en su búsqueda de la niña. Durante sus investigaciones, también descubrieron que la madre de Mariana, María Emilia Islas Gatti, tenía un embarazo de tres meses en el momento de su secuestro. María Emilia, su marido Jorge Zaffaroni  y la criatura que debió nacer en marzo de 1977 permanecen desaparecidos. En 1979 Marta Zaffaroni viajó a Chile para buscar a Mariana. Debido al antecedente de los niños Julien Grisonas (igualmente uruguayos; véase el capítulo 2), que habían sido hallados en ese país, tenía la esperanza de que también Mariana se encontrara allí, pero su viaje fue infructuoso. En 1983, Marta Zaffaroni pudo reunirse con un oficial argentino de inteligencia, integrante de la side dirigida por el general Otto Paladino, que estaba a cargo del traslado secreto de prisioneros uruguayos desde Buenos Aires hasta Montevideo, capital del Uruguay. El oficial le dijo que Mariana estaba bien cuidada en manos de uno de sus amigos, otro miembro de la side. Pero se negó a decir dónde estaba la niña y a identificar al apropiador.

En mayo de 1983, las abuelas de Mariana publicaron una solicitada en el diario Clarín, en la que pedían a la población argentina que las ayudara en su búsqueda. Veinte días después, clamor recibió en Brasil una pista anónima con el nombre y la dirección del secuestrador. Las dos abuelas viajaron a Buenos Aires, donde pudieron ver a Mariana a la salida del colegio: no tuvieron ninguna duda acerca de su identidad. Sin embargo, su partida de nacimiento la identificaba como Daniela Romina Furci, hija de Miguel Ángel Furci y Adriana González, y se había modificado la fecha de nacimiento.

Las Abuelas iniciaron los trámites legales para reclamar a Mariana. Tres jueces se negaron a intervenir en el caso; el cuarto, por fin, ordenó los análisis genéticos en junio de 1985. En ese momento, Furci se presentó en una comisaría; afirmó que su esposa lo había dejado y se había llevado a la niña, y dijo desconocer su paradero. Pocos días después, también él había desaparecido. Furci había tenido activa participación en Automotores Orletti, el campo de concentración clandestino al que eran llevados prácticamente todos los ciudadanos uruguayos secuestrados en la Argentina. Gracias al testimonio de un superviviente del campo pudo establecerse que Mariana y su madre habían estado en él. En Uruguay, la huida de Furci provocó una oleada de indignación y se recolectaron y enviaron al presidente Alfonsín ochenta mil firmas exigiendo justicia.23

En ese momento, la abuela materna de Mariana, María Ester Gatti, recibió un telegrama y dos cartas firmadas por su nieta, por entonces de diez años de edad. De tono hostil, las cartas la acusaban de ser atea y miembro del Partido Comunista Uruguayo. En su planteo de cuestiones éticas y asuntos de familia y religión, reflejaban una visión confusa y de extrema derecha y revelaban el medio ambiente en el que se criaba o, más exactamente, se adoctrinaba a la niña. Su abuela comenta lo siguiente:

Esto ya me pinta de cuerpo entero qué clase de persona es, cuando una carta de esa naturaleza la hace firmar a una niña, utiliza el nombre de la niña, para firmar una carta que es una “mélange”, que mezcla la Biblia con los libritos de manuales de las fuerzas armadas […] cuando recibo estas cartas yo me pregunto: ¿qué le enseñan? ¿Cómo la enseñan? ¿Qué valores le dan? Es evidente que todo lo que le enseñan no tiene nada que ver con lo que le hubieran enseñado los padres, ni con lo que hubiera aprendido si hubiera estado con cualquiera de sus abuelos.24

En 1989, luego del retorno secreto de los apropiadores a Buenos Aires, María Ester Gatti se reunió con Furci en un intento de llegar a una solución negociada. Cuando se comprobó que eso era imposible, las autoridades volvieron a ir tras la pista del hombre. En junio de 1992 se realizó el análisis genético y la pareja fue detenida poco después. Furci fue sentenciado a siete años de cárcel y Adriana González a tres. Se los consideró culpables de secuestro, detención ilegal de una menor y falsificación de documentos. La partera que había firmado el certificado de nacimiento admitió haber mentido y no haber estado presente en el parto. Al emitir la sentencia, el juez declaró: “En mi conocimiento, no hay precedentes de este tipo de casos: el robo sistemático, por parte de la policía secreta, del fruto de las entrañas de las personas a quienes torturaban y mataban. Si algo puede decirse es que debemos a estos niños el relato de la verdad y el castigo del crimen”.25 Sin embargo, permitió que Mariana permaneciera con la familia Furci, ya que otorgó la guarda a la madre de Adriana González. Ésta, por su parte, fue liberada luego de pasar sólo tres meses en prisión, y Mariana, de 18 años, rechazó los intentos de sus abuelas legítimas de establecer una relación con ella. No estaba dispuesta a escuchar la verdad sobre sus orígenes. Le dijo al juez que no quería ver a su abuela materna porque “cada vez que la veo dice cosas que me duelen mucho”.26

María Ester Gatti reflexiona:

Ella, es evidente y muy comprensible, no entiende la situación o no quiere entenderla para no sufrir. Rechaza muchas cosas que nosotros le decimos. Se da cuenta que si ella las acepta, se le van a desmoronar muchas ideas que tiene, muchas creencias. Y todo eso le va a producir sentimientos de culpa y muchas sensaciones que la van a deprimir. Ella lo que hace ahora es defender su vida. […] Ella no quiere sufrir más. Quiere vivir, ¿cómo diría?, más en paz.27

Mariana mantiene una estrecha relación con Furci y lo visita con frecuencia en la cárcel, pero María Ester Gatti siente que ha dado a la joven el conocimiento que necesita, las piezas de un rompecabezas que finalmente le permitirá construir su propia historia. Su abuela cree que cuando Mariana se case y cree su propia familia, necesitará enfrentarse con su historia. Por el momento, se mantiene apartada y respeta los deseos de la muchacha.28

Estela de Carlotto expone el punto de vista de las Abuelas:

Entonces, un poco con el optimismo que nos caracteriza, las Abuelas de Plaza de Mayo decimos: Mariana ya sabe quién es, Mariana ya fue restituida, aunque no viva con su familia biológica, Mariana vive con su documento y su identidad, sabe su nombre. Ella va a transitar el resto de la vida con esa identidad, entonces eso y todo lo que le vaya surgiendo de dudas y preguntas en la medida en que ella, pobrecita, sola, lo tenga que hacer, lamentablemente le van a dar los elementos para que algún día, se instale en ella la verdad y evidentemente haga una opción: o el asesino de sus papás o la libertad con su familia. Pero si así no fuera, de todas maneras, ya será una persona adulta, que elegirá su destino. En todo caso, en eso las Abuelas no tenemos ni la bola de cristal ni podemos tampoco avanzar como omnipotentes sobre la historia personal de cada uno de los chicos que encontramos.29

¿El secuestro genera derechos?

Entre fines de mayo y comienzos de junio de 1994, la historia de Gonzalo y Matías Reggiardo Tolosa recibió una cobertura implacable de los medios argentinos. Una campaña televisiva bien lanzada por personalidades mediáticas conservadoras, artículos de primera plana en los diarios y numerosos programas de radio pusieron el caso de “los mellizos” (como se lo llamaba popularmente) en el centro de la atención de la nación. Su saga revela los horrores de la represión, el clima de impunidad que siguió al fin del régimen y la complicidad de los principales medios en la creación de una pesadilla, tanto para ellos como para su familia legítima.

En febrero de 1977, un comando conjunto policial y militar secuestró a María Rosa Tolosa y Juan Enrique Reggiardo, ambos estudiantes de arquitectura de 24 años, y a Antonia Oldani de Reggiardo, madre de Juan Enrique. Los tres siguen desaparecidos. En esos momentos, María Rosa estaba embarazada de siete meses. Un mes después, un llamado telefónico anónimo informó a la familia Tolosa que la pareja estaba en un campo de concentración del ejército, en las afueras de Buenos Aires. El mensaje sugería que se pusieran en contacto con monseñor Grasselli (véase el capítulo 2), secretario del influyente monseñor Tortolo, vicario general de las fuerzas armadas. Monseñor Grasselli confirmó que, en efecto, la pareja estaba en un campo de concentración y agregó que María Rosa muy probablemente daría a luz en una clínica a la que el ejército solía llevar a las embarazadas secuestradas. Poco después, otro llamado informó a los Tolosa que se había producido el nacimiento.

Sobrevivientes de La Cacha, el campo en cuestión, atestiguaron sobre la presencia de la familia en el campo, el desarrollo normal del embarazo de María Rosa y su traslado a otro lugar para el parto. En un intento de confundir y desorientar a quienes pudieran buscar a los niños, los guardias del campo informaron a los otros detenidos que María Rosa había tenido mellizas.30 En realidad, María Rosa dio a luz a dos varones por cesárea en la cercana cárcel de mujeres de Olmos, probablemente el 27 de abril. Lo más factible es que la hayan matado poco después del parto. Los mellizos fueron anotados como hijos de Alicia Beatriz Castillo, esposa de Samuel Miara, y nacidos el 16 de mayo en un hospital de Buenos Aires.31

También conocido como “Covani” y “el turco González”, Samuel Miara era un miembro activo de la policía, de triste fama por su crueldad en varios campos de concentración. En ellos escogía a los prisioneros que iban a ser “trasladados” y ejecutados. La sobreviviente Nora B. Durante lo identificó como el hombre que la violó en El Banco.32 Ana María Careaga (véase el capítulo 1), con un embarazo de siete meses en ese momento, denunció que solía patearla en el vientre durante las sesiones de interrogatorios. Otro superviviente, Carlos D’Agostino, se refirió al brutal tratamiento que Miara infligía a los detenidos judíos.33 Miara también se valía de su posición para amasar una fortuna personal. Con el saqueo de las casas de las víctimas, solía renovar el stock de aparatos domésticos de su negocio. Se creía, además, que estaba involucrado en varios secuestros en los que se pagaron grandes rescates para salvar la vida de sus víctimas.34

En 1984 las Abuelas lo acusaron de secuestrar a los mellizos. Cuando el juez ordenó que se hicieran los análisis genéticos a la pareja, no se la pudo hallar en ningún lado. En el momento de esta segunda desaparición, los chicos tenían ocho años.35 A principios de 1987, las Abuelas informaron al Ministerio del Interior que los Miara vivían en Asunción, la capital del Paraguay. El juez Miguel Pons viajó a esa ciudad y, armado con pruebas irrefutables, solicitó la extradición y el encarcelamiento de la pareja. En Paraguay los Miara vivían confortablemente, tenían relaciones sociales con otro secuestrador, el mayor Norberto Bianco, y disfrutaban de la protección de la policía paraguaya.

Por fin, en mayo de 1989, dos meses después del derrocamiento del general Stroessner, Interpol pudo atrapar a la pareja, que luego fue extraditada a la Argentina junto con los mellizos. En octubre, médicos y científicos del Banco Nacional de Datos Genéticos demostraron, con una probabilidad superior al 99,99 por ciento, que los niños, que ahora tenían 12 años, eran hijos de Reggiardo y Tolosa.36 A pesar de los resultados de los análisis y de la confesión de Miara y su esposa de que no eran sus padres biológicos, el juez, de acuerdo con la recomendación del defensor de oficio de los mellizos ⎯el doctor Carlos Tavares, que había defendido al general Videla en el juicio a las juntas⎯, otorgó la guarda a la pareja. Tavares impugnó con éxito el análisis genético con argumentos procesales y la familia Tolosa recusó al juez Pons.

En 1990, luego de que otro juez, Ricardo Weschler, se hiciera cargo del caso, dos fallos de una corte de apelaciones ratificaron la validez de las pruebas genéticas y la identidad de los mellizos como integrantes de la familia Reggiardo Tolosa. Sin embargo, los niños siguieron viviendo con los Miara. Preocupado por su bienestar psicológico, uno de los fiscales federales a quienes el presidente Alfonsín había encargado acelerar y resolver los casos de desaparición de menores solicitó una opinión profesional sobre la atribución de la guarda a los Miara. Le tocó emitirla al doctor Ricardo Rodulfo, psicoanalista y profesor de psicología clínica de niños y adolescentes en la Universidad de Buenos Aires: “Debemos puntualizar que el ocultamiento de la verdad acerca del origen es una verdadera catástrofe psíquica que quebranta la continuidad de la trama generacional en la que el niño se apoya. […] Consideramos, además, que contándose con los elementos probatorios acerca del legítimo origen de estos menores, demorar su restitución no sólo no halla justificación alguna, sino que se convierte día a día en una nueva forma de violencia”.37 Pero el juez Weschler desestimó la inquietud de Rodulfo: “No hay duda que los Miara no son los padres, pero por ahora [diciembre de 1990] no voy a tomar ninguna medida en cuanto a la tenencia. Lo que pasa es que los chicos están bien.  Eee, […] son psicólogos. Yo soy padre y juez. Eso es lo importante”.38

En mayo de 1993 se produjo un nuevo e importante acontecimiento: un juez anuló las partidas de nacimiento de los mellizos, en tanto otro falló que debían llevar el apellido de sus verdaderos padres pero que conservarían los nombres de pila que les pusieron sus secuestradores, a fin de “evitar confusiones”. Los mellizos, ahora de 16 años, siguieron viviendo con Beatriz Miara.39 En agosto, la Comisión Internacional de Derechos Humanos de la oea, urgida por un reclamo de las Abuelas, exhortó al gobierno argentino a resolver el problema de la guarda de los mellizos y le solicitó que, al menos, los entregara temporalmente a una familia sustituta y les brindara el asesoramiento psicológico de un profesional elegido por su familia legítima. La decisión sobre la restitución estaba ahora en manos de otro juez, Jorge Ballesteros.40

En noviembre de 1993, el juez Ballesteros envió a los mellizos a un hogar sustituto, y en diciembre falló que vivirían con Eduardo Tolosa, su tío materno. Por otra parte, prohibió el contacto con los Miara. En poco tiempo, los mellizos se reunieron con su abuelo paterno, sus tíos y tías y otros parientes, e iniciaron el proceso de conocimiento de su familia. El fallo del juez se basó en el artículo 8 de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, de las Naciones Unidas, que establece el derecho a la preservación de la identidad, por el cual las Abuelas habían hecho un amplio lobby en la onu (véase el capítulo 6).

Aquí entran en escena los principales medios de comunicación. En los meses siguientes, la vida de los mellizos fue escudriñada por las mismas agencias de comunicación masiva que habían guardado silencio sobre su secuestro y la desaparición de sus padres. Sucedía que los jóvenes tenían dificultades con su tío. La diferencia entre sus opiniones políticas generaba fricciones y lo acusaban de no permitirles concurrir a su colegio católico privado y de tratar de limitar su libertad. A pesar de la advertencia del juez Ballesteros de que para proteger su salud psíquica y física los mellizos no debían participar en acontecimientos mediáticos, los productores de una serie de programas televisivos de gran audiencia se abalanzaron sobre ellos.

Tras aparecer en una emisión conducida por un político derechista, Alberto Albamonte, los mellizos se presentaron en algunos de los más populares programas del horario central ( Chiche Gelblund, Daniel Hadad y Marcelo Longobardi, Bernardo Neustadt); en ellos expresaron de manera consecuente su deseo de vivir con los Miara, porque éstos “les habían dado todo su amor”. Imágenes y palabras cuidadosamente elegidas ⎯Beatriz Miara abrazándolos, tomas de la película La historia oficial (un film argentino ganador de un Oscar, sobre una mujer que sospecha que su hija adoptada es hija de un desaparecido), la música adecuada y el uso incesante de términos clave como “patria”, “libertad”, “derechos” y “padre”⎯ manipularon a la audiencia a favor de los Miara.41 Sin hacer referencia alguna a la historia del caso, los programas de televisión criticaron la decisión del juez de restituir a los mellizos a su familia y expresaron comprensión por los secuestradores, a quienes llamaban “padres del amor” y para los que inclusive inventaron una nueva expresión: “padres históricos”. No se hacía mención a los padres legítimos y se pintaba negativamente a las Abuelas. En la casa del juez Ballesteros se entregó una caja que contenía dos granadas listas para explotar.42

Poco después, el juez modificó su fallo. Los mellizos fueron a vivir con una familia sustituta, donde se permitía la visita de los Miara, y volvieron a la escuela privada a la que antes asistían. Su tío, Eduardo Tolosa, renunció a la guarda. Si bien negó haberles coartado la libertad, reconoció que en los siete meses que estuvieron con él “tal vez había cometido algunos errores”. Señaló también que era imposible que en ese lapso los mellizos asimilaran plenamente la verdad de lo que les había pasado. Tolosa expresó su esperanza de que “el día de mañana los mellizos sabrán que fueron víctimas de la dictadura, al igual que su familia.”43

El periodista Horacio Verbitsky destacó el poco común tratamiento que los medios habían dado al caso de los hermanos, y lo comparó con el reciente secuestro de un recién nacido en un hospital de Buenos Aires. Los mismos diarios y revistas que ensalzaban a los “padres históricos” condenaban vehementemente el rapto del recién nacido, ofrecían miles de dólares como recompensa por cualquier información y exigían un duro y rápido castigo para dar un ejemplo a los violadores de la ley.44 El análisis de Julio Strassera, el fiscal del juicio de 1985 a los comandantes, fue aún más punzante: consideraba las apariciones de los mellizos en televisión como parte de una campaña para legitimar el delito del secuestro, y señalaba que los periodistas implicados habían tenido excelentes relaciones con el régimen represivo. Sostenía que todo ello equivalía a un ataque al proceso de restitución, que había funcionado notablemente bien en el caso de todos los niños recuperados y devueltos a sus familias. Para él, los mellizos eran como los hijos de padres divorciados que le dicen al juez que quieren vivir con uno u otro de ellos, con la diferencia de que en este último caso “la información no se publicita ni se trata de demonstrar, televisión mediante, que uno es bueno y otro es malo”. Strassera también subrayaba que si el poder judicial hubiera funcionado adecuadamente, la situación de los mellizos se habría resuelto cinco o seis años antes.45

La Abuela Estela de Carlotto hace el siguiente comentario:

Nosotros suponemos que ésta es toda una campaña, que se realiza desde los apropiadores, que han formado lo que yo llamo el “club de los apropiadores” […] para desarticular la institución Abuelas de Plaza de Mayo. […] Nos desmerecen, nos quieren hacer decir cosas que no son ciertas […] reivindicando a los apropiadores, aunque hubiesen sido los asesinos de sus padres. […] Yo levanto el dedo acusador hacia ellos, y hacia la prensa amarilla, porque ellos son los que han posibilitado este caso y otros […] llamando padres a los que son ladrones, así ante el público, ante millones de espectadores. […] Esto, yo lo tomo como una amenaza, como que de los centenares que aún faltan también se van a ocupar, como para que los chicos nunca se reúnan con su familia y su historia.46

Por último, en diciembre de 1994, el juez Ballesteros condenó a Samuel Miara a siete años y medio de cárcel y a Alicia Miara a tres años. Como Miara había permanecido detenido sin proceso desde 1991 y la ley argentina cuenta cada día en esa situación como si fueran dos, un día después de la sentencia ⎯y con rapidez poco común⎯ la justicia permitió que saliera en libertad. A fines de 1994, Gonzalo y Matías vivían con una familia sustituta, veían semanalmente a los Miara y no tenían contacto ni con su tío ni con su abuelo.47

La apropiación no es adopción

En un informe preparado para el Primer Congreso Argentino sobre Adopción, realizado en 1986, las Abuelas enunciaron algunas de las importantes diferencias entre apropiación y adopción. Destacaron el hecho de que en esta última, los padres u otros parientes renuncian libre y conscientemente a sus derechos parentales, en tanto que las madres y los padres de los niños que desaparecieron o nacieron en cautiverio no estaban en condiciones de ejercer sus derechos como tales. Sus familiares, desconocedores de estos “trámites de adopción”, del paradero de los niños y hasta de su misma existencia, estaban igualmente imposibilitados de participar en el proceso.

El juez Juan M. Ramos Padilla, que actuó con rapidez y honorabilidad en estos casos, comentó con pesar en uno de sus fallos que la apropiación de menores en la Argentina tenía una pena de tres a diez años de cárcel, en tanto que el castigo para quien roba con un arma un automóvil es de nueve a veinte años. También él hizo hincapié en la diferencia entre apropiación y adopción: “La situación que nos ocupa, rodeada de fraudes y falsificación, en donde no existe ley ni verdad sino simplemente el dominio absoluto de los apropiadores, enferma lo que debe ser una relación paterno filial, con el consecuente perjuicio a la psiquis del apropiado y a la sociedad toda, que encuentra menoscabados valores tan importantes como la verdad, la justicia, la identidad y la familia”. Por otra parte, desestimó el argumento de que los niños secuestrados habían estado bien atendidos, rodeados de comodidades materiales y tratados como “propios” por los apropiadores: “Acciones como la que juzgo […] no permiten la posibilidad de que se avalore como atenuante la simple circunstancia de que los niños fueron rodeados de bienestar o lujo y aun de cierto cariño. […] Podría también asimilarse esta condición al trato que se da a un animal doméstico, a quien se le rodea de lujos e incluso de cariños, pero con el único objeto de producir satisfacción a su dueño”.48

Tal como lo señala la renombrada psicóloga y psicoanalista Eva Giberti:

Mientras los profesionales tratamos de pensar, las Abuelas mantienen su tarea de rescate de niños que, a diferencia de los adoptivos, no fueron abandonados por sus padres, sino arrancados de su lado. […] Cuando hablo de la esclavitud de estos niños no recurro a una metáfora: en ellos ha sido anulada la posibilidad de elegir o de continuar con la historia de sus vidas, tal como fuera iniciada en el ámbito de una familia original. […] en lugar de continuar con la probable historia de su vida, al lado de sus familiares, han sido sometidos a una mutación.49

Giberti señala que si los cientos de niños que desaparecieron contaran sus historias, el resultado sería una enorme conmoción social. El miedo a esa posibilidad motoriza el esfuerzo sancionado por el estado de transformar y neutralizar sus experiencias, al permitir que permanezcan con sus apropiadores y negar lo que realmente ocurrió. Como consecuencia, los niños pagan un precio y “se los convierte en ausentes de sí mismos, extranjeros con respecto de su identidad original”. Giberti cree que su rescate es no sólo una cuestión de justicia sino también un acto necesario para reparar un equilibrio social dañado; de lo contrario, persistirá una especie de insania social.50

Esta autora también señala que las apropiaciones han obligado a la comunidad profesional que se ocupa de las adopciones a abordar nuevas cuestiones y dilemas. Las familias que adoptaron niños de buena fe empezaron a interrogarse sobre sus orígenes, y los mismos niños hacían preguntas sobre su historia. Cada vez era más notorio que la experiencia de las Abuelas tendría influencia sobre las leyes referidas a la guarda y la adopción y que se abría un nuevo campo de trabajo para la organización (véase el capítulo 6).

Los niños cautivos están en riesgo

Las Abuelas señalan que los niños secuestrados y nacidos en cautiverio están en riesgo por muchas razones: la separación violenta de sus madres, el ocultamiento de su historia, las mentiras sistemáticas y constantes en que se funda su vida familiar y su deliberado aislamiento de las redes de información social que les permitirían conocer el pasado reciente de su país, y con ello de sí mismos.51 Estos factores, sostienen las Abuelas, ponen en peligro la salud física y mental de los niños; sólo la restitución puede crear las condiciones óptimas para su desarrollo saludable.

El informe de Theo van Boven llegaba a las mismas conclusiones:

[Los niños] viven actualmente en medios familiares que, en vista de las atrocidades cometidas en el pasado y de la participación que en ellas les cupo a los jefes de esas familias, son una afrenta a los principios humanitarios y de derechos humanos internacionalmente reconocidos. En tales circunstancias, se les está negando la oportunidad para desarrollarse física, mental, espiritual y socialmente en forma saludable y normal, así como en condiciones de libertad y dignidad; […] corren el peligro de no ser educados en un espíritu de tolerancia, amistad entre los pueblos, paz y fraternidad universal. En efecto, siguen siendo tratados como el “botín” de una “guerra sucia”, y esta situación persiste en la medida en que no se reconozca y haga efectivo su derecho a mantener su identidad y a vivir con sus familias legítimas. […] El autor del presente informe ha llegado a la firme conclusión de que, casi sin excepción, el retorno del niño a su familia legítima va en el “interés superior del niño” y es una exigencia imperativa de la justicia.52

El psicoanalista Fernando Ulloa, ex presidente de la seccional Buenos Aires de la Asociación Psiquiátrica Argentina, supervisó el tratamiento psicológico de algunos de los niños restituidos a sus familias. Observó que la gran mayoría de los menores recuperados, pese a las terribles heridas que habían sufrido, se beneficiaban enormemente con el proceso de restitución. También expresó sus preocupaciones por los niños aún en cautiverio:

Cuando quienes se presentan como padres, habiendo sido apropiadores, secuestradores, están en poder de un secreto atroz, del que son responsables o partícipes más o menos directos, entonces los efectos sobre los niños apropiados son muy terribles. Cuando se convive familiarmente con una situación así, esta verdad se filtra: a través de vacilaciones, de dudas. […] Se puede afirmar que los chicos apropiados conocen la verdad.

Las dinámicas emocionales que impregnan la relación entre el apropiador y la víctima distan de ser saludables:

Muchas veces, los apropiadores desarrollan un despliegue que tiene todas las connotaciones del amor intenso, que es un amor fetichista. Porque es la única forma que tienen ellos, con ese despliegue de amor a sus “hijos trofeos”, para negar su crimen. Como si dijeran: “No es cierto que nosotros somos criminales cuando tenemos tanto amor y dedicación por estos chicos”. Esto es, paradójicamente, el efecto más siniestro. Aquí sí el sujeto está sometido a la tremenda contradicción de tener que convivir, por un lado, con los signos que simulan amor, pero que en realidad encubren un crimen del que ellos son víctimas. Esto es lo que se llama el efecto fetichista: cuando se establece a través de este simulacro, inclusive sentido, del amor un velo sobre el crimen.53

Alicia Lo Giúdice, una psicoanalista y psicóloga infantil que trabajó con algunos de los niños restituidos, advierte de manera similar sobre lo nociva que puede ser la apropiación:

El chico queda como objeto para los apropiadores […]. En el caso de una nena que tenía casi dos años cuando la secuestran, ella puede conservar su nombre porque ella seguía diciendo cómo se llamaba. Pero los apropiadores le hacen como reprimir todo lo vivido hasta ese momento, cuando ella ya hablaba, casi controlaba esfínteres, tiene que olvidarse de su mamá y de su papá. […] La hicieron pasar por recién nacida […] la obligaron a renegar de lo vivido. Es como si ella dijera bueno, yo no viví eso.[…] Es un mecanismo muy fuerte para un chico donde su psiquismo todavía está en vías de formación. Por eso es tan grave la situación. El accionar de las Abuelas es decir, no, acá pasaron las cosas que pasaron, busquemos a los chicos y ubiquemos las cosas como son.54

Carta abierta a un juez

Mientras se desarrollaba la saga de los mellizos Reggiardo Tolosa, Adriana Calvo de Laborde ⎯integrante de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos y una de las pocas mujeres que dio a luz en cautiverio y no fue asesinada (véase el capítulo 1)⎯ escribió una carta abierta a uno de los jueces intervinientes en el caso de los mellizos. En ella le recordaba que había sido secuestrada cuando estaba en el sexto mes y medio de embarazo y que, vendada y esposada, dio a luz a su hija en el piso de un patrullero. En ese momento se juró que dedicaría su vida a asegurarse de que se conociera la verdad y triunfara la justicia. Había compartido su cautiverio con muchas otras mujeres valerosas, seis de las cuales también estaban embarazadas. Ninguna de ellas sobrevivió. En su carta al juez Weschler decía que era testigo del deseo de esas madres de que sus hijos vivieran con sus familias legítimas. En su propio caso, señalaba, nadie podría convencerla de que, en caso de que la hubieran asesinado, su hija habría estado mejor en manos de los represores.55

En 1995, la hija de Calvo de Laborde, Teresa, festejó sus 18 años y habló de lo que podría haber sido su vida si la hubiesen mantenido en cautiverio:

Es como un milagro que mi mamá me haya podido tener y que no me hayan robado. Creo que el mío es uno de los pocos casos en que dejaron a un recién nacido con su madre y no lo entregaron a familias relacionadas con las fuerzas de seguridad. En ese caso, mi vida hubiera sido totalmente distinta: me hubiesen dado otra educación y otro pensamiento. Tal vez estaría viviendo con un militar y su mujer, y los amaría. Pero no sabría la verdad, porque en esos casos nunca se dice la verdad. Si yo estuviera viviendo con un padre que me dice que me robó o que me compró, que torturó o era amigo de los torturadores, no sé si lo podría seguir queriendo.56

Los niños aún cautivos no tienen voz. El proceso de recuperación de su identidad y su verdad puede extenderse muchos años más. Por eso el Banco Nacional de Datos Genéticos conservará muestras de sangre de sus parientes hasta el año 2050. Es posible que algunos de los niños hayan escuchado el mensaje de las Abuelas. Algunos de ellos, sin duda, empezarán a cuestionar su historia y sus orígenes. Las Abuelas creen que, finalmente, cuando se conviertan en adultos, algunos responderán a la llamada y empezarán a buscar a sus familias legítimas. En efecto, eso es lo que ya está empezando a suceder: como lo muestra con más detalle el próximo capítulo, más de cien jóvenes se pusieron en contacto con la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad y pidieron ayuda para encontrar la verdad sobre sus orígenes. En palabras de uno de ellos, un varón de 19 años: “ Lo que quiero, por ahora, es saber la verdad, después veré que hago”.57 Las Abuelas los esperan para ayudarlos y apoyarlos en su búsqueda.